lunes, diciembre 23, 2013

Hallacas de Viena y de Liverpool



Hoy, día de hacer las de la casa, recordé estas dos viejas notas que hablan de la hallaca como patria:

HALLACAS EN VIENA 

Corrían los años cincuenta. Un joven intelectual venezolano se encontraba en Europa estudiando filosofía. Primero en París. Después en Viena. Su inmensa capacidad para los idiomas le había abierto con prontitud las puertas a numerosas experiencias y culturas. Iniciado ya en diversos conocimientos, forjaba con rigor su temprano espíritu de sabio.

Hizo viajes y se aproximó a algunos lugares del continente vecino. Un día se quedó solo y sin dinero en Estambul y su olfato de llanero lo salvó: se fue al campo donde encontró la ayuda que le estaba destinada. Siguió su camino y se topó con el Mediterráneo, esa otra llanura, temblorosa y penetrable. Sintió el abismo ante sí y recordó la poesía de la belleza y lo terrible. Creyó haber añorado por un instante, y muy vagamente, el suelo firme de Nutrias. 

Como un personaje de Flaubert, nuestro joven filósofo conoció también “la melancolía de los barcos, los fríos despertares bajo las carpas, el aturdimiento de los paisajes y de las ruinas, la amargura de las simpatías interrumpidas (…). Frecuentó el mundo, y tuvo otros amores”. 

Volvió a Viena para visitar nuevas razones y doctrinas. Las encontró vacías, sin aliento. Pensó en el amor como la vía serena y fecunda de la clarividencia y escribió: “Que las muchas pedagogías, metodologías, psicologías, disquisiciones esquemáticas, estadísticas, discusiones sobre escuela y sociedad, con toda su importancia instrumental, no impidan al maestro escuchar el fluir de la gran savia, ni le hagan olvidar que el rosal extiende sus brazos ciegos hacia el sol por amor a la ignorada rosa”.

Se fue haciendo habitante del mundo, “muy antiguo y muy moderno, audaz, cosmopolita”, hasta que un día reparó que tal vez no había dejado de ser también un hombre de Palmarito o del Parque Ayacucho. En ese momento crucial de su vida, se dijo en silencio: 

-Llevo varios años en Europa y no he tenido nostalgia ni por mi madre ni por los crepúsculos de Barquisimeto. No me han hecho falta ni el himno nacional ni la bandera de Miranda. 

Su cuerpo por un instante fue atravesado por una helada ráfaga de culpa venezolana, pero volvió a sus libros griegos, sin ningún especial remordimiento.

Ese mismo año, por el mes de diciembre, el invierno vienés llegó con una nieve hermosa que cubrió calles y techos con blandura. Se acercaba la navidad. El joven filósofo sintió que el tiempo era propicio para la morosa conversación con los amigos y para el deleite pausado de la poesía, y se fue entregando al ritmo que marcaba la blancura austríaca. 

Leyó con lento goce las primeras páginas del Convite de Alighieri y se detuvo en la metáfora del pan. Pensó en el pan mismo y no en la imagen de sabiduría que Dante encontraba en esa palabra. Mientras buscaba en Curtius una reflexión sobre la metáfora culinaria, lo conmovió de repente un remoto recuerdo. Su memoria convocó olores y sonidos, y poco a poco fue apareciendo el sabor de un plato, opulento, inolvidable. 

Sintió que algo de su tierra le estaba haciendo falta, una falta voraz, indetenible. Se olvidó de la nieve y del Dante, y casi con desesperación quiso comerse ese pastel insuperado. Lo imaginó en su mesa, verde que te quiero verde, reviviendo el color de las hojas que desplegaban sus manos ávidas. Adentro estaba la imponderable hallaca de su infancia. En ese instante supo que, a su vez, ella albergaba un tesoro: su madre, los espléndidos crepúsculos de Barquisimeto, las aguas del Apure, su vieja casa de Palmarito y la bandera de Miranda. 

“Resulta que todo estaba en la hallaca” repitió para sí el filósofo, que, como ya lo habrán acertado algunos amigos, se llama José Manuel Briceño Guerrero, autor del Discurso Salvaje y de muchos otros libros sabios.
--
 


HALLACAS EN LIVERPOOL

Son larenses e historiadores. Ambos provienen de las aulas tocuyanas de don Egidio Montesinos. En este momento también son diplomáticos y se encuentran muy lejos de su patria. Uno de ellos ha estado escribiendo un libro sobre la esgrima moderna. El otro ha hecho anotaciones acerca de las neurosis de hombres célebres. Pero esta mañana de 1891, en Liverpool, se les ve atareados en otra cosa. 

Es diciembre y ya casi no falta nada para el 24. Días atrás decidieron celebrar juntos la navidad y hacerlo a la manera venezolana, para mitigar fríos y distancias. Así, se trazaron la difícil tarea de hacer hallacas. Por suerte, un trinitario tiene en Londres un abasto donde se expenden productos tropicales. Allí consiguieron el maíz, que terminaron pilando arduamente en un mortero de madera. Nada los detuvo, ni la casi imposible prueba de conseguir las hojas. Se valieron de sus funciones consulares para tener acceso al único lugar que albergaba, en rigurosa calefacción, la inhallable y costosa planta: el Jardín de Aclimatación de Londres. Atravesaron un largo periplo burocrático que exigió hasta la opinión técnica de la Sociedad de Historia Natural para cortar sólo cinco hojas de un plátano británicamente custodiado. 

La proeza está a punto de consumarse. Asaron con esmero las hojas en el fuego de la chimenea y prepararon el guiso siguiendo las indicaciones que uno de ellos (el mayor) conoce bien. Para darse ánimo silbaron un valsecito tocuyano cuando se dispusieron a probar el portentoso picadillo elaborado con carne de res y de cerdo, trozos de tocino y de gallina. La música les dio suerte: el guiso quedó exquisito. 

En este momento, uno amarra la décima y última hallaca de esta hazaña culinaria. Todos suspiran.

Son larenses e historiadores, y ahora son héroes de la cocina. El primero tiene 33 años. Se llama Lisandro Alvarado, aunque prefiera presentarse como Perico el de los Palotes. El otro tiene 30 y ya se le conoce como el doctor Gil Fortoul.

(Esta maravillosa anécdota la contó Aníbal Lisandro Alvarado en su valioso libro Menú-Vernaculismos, Edime, Caracas-Madrid, 1953, y la recogió Beatriz Páez de Salamé en Hallacas, aromas de una tradición)

No hay comentarios.: