Gerald Brenan retratado por Dora Carrington
En Londres, específicamente en Charlottte
Street, tuvo lugar un episodio de comercio gastronómico que Gerald Brenan
refirió en su deliciosa Memoria personal. Me refiero a la
competencia entre dos restaurantes ubicados frente a frente: el Bertorelli y el
Vaiani. Brenan, que vivía por esa época (1925) en el estudio de Roger Fry, era
casi vecino de los rivales y todas las noches cenaba en alguno de ellos. El
Bertorelli era espartano en todo, incluso en su carta, mientras que el Vaiani
se esmeraba en ciertos lucimientos. Pero dejemos que sea el propio Brenan quien
eche el cuento y describa los dos criterios comerciales:
“El del
lado oeste se llamaba Bertorelli. Uno se sentaba en una mesa de mármol sin
mantel y le servían un buen plato de comida apetitosa, seguido de una naranja.
No había extras y la servilleta era de papel. En el otro (…) prevalecía una
teoría diferente. Mr. Vaiani, un italiano pequeño con aspecto de pájaro, creía
que el estilo con que se servían las comidas era más importante que los ingredientes
utilizados y se preocupaba de que en todas las mesas hubiera un mantel blanco
perfectamente limpio, adornado con un jarrón de cristal y flores de papel, y
que cada cubierto tuviera al lado una servilleta de lino primorosamente doblada
y un panecillo tierno. Creía también que sus clientes deseaban alimentos raros
y exóticos, con el resultado de que manjares como faisán, guaco y urogallo no
faltaban en sus menús. Pero como sus precios tenían que competir con los de
Bertorelli, se veía obligado a cortar en algo, de manera que compraba las aves
de caza muy baratas cuando ya estaban medio podridas (con el faisán este
ejemplo se hace discutible, comentario mío, FCC); en cuanto a la salsa de los
espaguetis, o bien presentaba el mismo problema o consistía únicamente en puré
de tomate de lata. Esta vena de superación hacía de Mr. Vaiani una figura
conmovedora. Todo el instinto creador del gran cocinero estaba allí, luchando
por afirmarse contra las limitaciones económicas, y de cuando en cuando
estallaba en alguna invención sorprendente, como por ejemplo un postre al que
dio, muy orgullos, el nombre de Pèche Vaiani. Consistía en melocotones de lata
con chocolate por encima.
Sin duda
se comía mejor en el restaurante de Bertorelli, pero descubrí que sus largas mesas
sin mantel donde uno se sentaba codo con codo amontonado con otros comensales,
cortaban los vuelos del espíritu. Todo confirmaba la falta de personalidad; se
trataba de una gasolinera para llenar estómagos vacíos, y por esta razón me
sentía con más frecuencia atraído a su rival en la acera de enfrente. La manera
como Mr. Vaiani vigilaba discretamente, como un cuervo blanco y negro, las
limpísimas mesas mientras sus clientes se inclinaban sobre los platos, era un
placer para la vista (…). Yo me sentaba a veces junto a la mesa de un crítico
ruso, el príncipe Mirsky, un hombre silencioso y de barba negra que comía con
un libro apuntalado frente a él, y me preguntaba si frecuentaría el restaurante
de Mr. Vaiani por las mismas razones que yo. Pero no cabe duda de que la
calidad de la comida y no su atractivo cuenta más a la larga en la imaginación
popular, porque un día el restaurante de Mr. Vaiani se cerró mientras que en el
de Bertorelli florecían los manteles blancos y las servilletas, con unos
precios ligeramente más altos al verse libre de la competencia de su rival”.
Nada que añadir, salvo que historias como esa
siguen repitiéndose. Con más frecuencia de la que uno desearía, a los servicios
de comida pública se les hace inalcanzable el justo medio.
P. D: El restaurante Bertorelli, aggiornato,
tuvo mucho éxito y llegó a ser una importante cadena londinense.
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