lunes, octubre 20, 2014

Sobre algunos modos de servir

 

Gerald Brenan retratado por Dora Carrington
 
En Londres, específicamente en Charlottte Street, tuvo lugar un episodio de comercio gastronómico que Gerald Brenan refirió en su deliciosa Memoria personal. Me refiero a la competencia entre dos restaurantes ubicados frente a frente: el Bertorelli y el Vaiani. Brenan, que vivía por esa época (1925) en el estudio de Roger Fry, era casi vecino de los rivales y todas las noches cenaba en alguno de ellos. El Bertorelli era espartano en todo, incluso en su carta, mientras que el Vaiani se esmeraba en ciertos lucimientos. Pero dejemos que sea el propio Brenan quien eche el cuento y describa los dos criterios comerciales: 

El del lado oeste se llamaba Bertorelli. Uno se sentaba en una mesa de mármol sin mantel y le servían un buen plato de comida apetitosa, seguido de una naranja. No había extras y la servilleta era de papel. En el otro (…) prevalecía una teoría diferente. Mr. Vaiani, un italiano pequeño con aspecto de pájaro, creía que el estilo con que se servían las comidas era más importante que los ingredientes utilizados y se preocupaba de que en todas las mesas hubiera un mantel blanco perfectamente limpio, adornado con un jarrón de cristal y flores de papel, y que cada cubierto tuviera al lado una servilleta de lino primorosamente doblada y un panecillo tierno. Creía también que sus clientes deseaban alimentos raros y exóticos, con el resultado de que manjares como faisán, guaco y urogallo no faltaban en sus menús. Pero como sus precios tenían que competir con los de Bertorelli, se veía obligado a cortar en algo, de manera que compraba las aves de caza muy baratas cuando ya estaban medio podridas (con el faisán este ejemplo se hace discutible, comentario mío, FCC); en cuanto a la salsa de los espaguetis, o bien presentaba el mismo problema o consistía únicamente en puré de tomate de lata. Esta vena de superación hacía de Mr. Vaiani una figura conmovedora. Todo el instinto creador del gran cocinero estaba allí, luchando por afirmarse contra las limitaciones económicas, y de cuando en cuando estallaba en alguna invención sorprendente, como por ejemplo un postre al que dio, muy orgullos, el nombre de Pèche Vaiani. Consistía en melocotones de lata con chocolate por encima. 

Sin duda se comía mejor en el restaurante de Bertorelli, pero descubrí que sus largas mesas sin mantel donde uno se sentaba codo con codo amontonado con otros comensales, cortaban los vuelos del espíritu. Todo confirmaba la falta de personalidad; se trataba de una gasolinera para llenar estómagos vacíos, y por esta razón me sentía con más frecuencia atraído a su rival en la acera de enfrente. La manera como Mr. Vaiani vigilaba discretamente, como un cuervo blanco y negro, las limpísimas mesas mientras sus clientes se inclinaban sobre los platos, era un placer para la vista (…). Yo me sentaba a veces junto a la mesa de un crítico ruso, el príncipe Mirsky, un hombre silencioso y de barba negra que comía con un libro apuntalado frente a él, y me preguntaba si frecuentaría el restaurante de Mr. Vaiani por las mismas razones que yo. Pero no cabe duda de que la calidad de la comida y no su atractivo cuenta más a la larga en la imaginación popular, porque un día el restaurante de Mr. Vaiani se cerró mientras que en el de Bertorelli florecían los manteles blancos y las servilletas, con unos precios ligeramente más altos al verse libre de la competencia de su rival”. 

Nada que añadir, salvo que historias como esa siguen repitiéndose. Con más frecuencia de la que uno desearía, a los servicios de comida pública se les hace inalcanzable el justo medio.  

P. D: El restaurante Bertorelli, aggiornato, tuvo mucho éxito y llegó a ser una importante cadena londinense.

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