lunes, abril 17, 2017

Gastronómicamente hablando, el exiliado...





Joseph Brodsky

El escritor, en el exilio, mira una fotografía y recuerda que vivió en una ciudad “teñida del color del vodka helado”, y que su ropa resultaba molesta “y traicionaba la proximidad del Ártico”. El escritor se fija en las cacerolas esmaltadas que en la cocina le infundían confianza en el futuro, y le da las gracias a la compañía Kodak, por las copias en las que “las aves del Paraíso cantan a pesar de que las ramas no se muevan”.
El escritor entra al arquetipo del viajero y siente que encaja en el de Ulises cuando come. Así, se dirige a los “otros” y les dice:

Aunque nunca he dominado vuestro
idioma, libre de pronombres y gerundios,
he aprendido a comer caballa envuelta en hojas de palmeras
y a preferir patas crudas de tortuga,
con su sabor a lentitud. Gastronómicamente hablando,
debo admitir que estos años,
desde que vine a encallar aquí, han sido un viaje sin paradas,
y al final no sé dónde estoy.
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Al nómada lo acompañan las imágenes de su lugar primero, que, en su caso (él es Brodsky, ya se sabe) se llamaba todavía Leningrado. Refiere, entonces, bellamente, una que lo hizo más que dichoso:

Y luego fue también el Citroën 2CV que vi una vez aparcado en una calle vacía de mi ciudad natal, junto al pórtico con cariátides del Ermitage. Semejaba una mariposa ligera pero resistente, con sus alas plegadas de hierro acumulado, como los hangares de los aeródromos de la Segunda Guerra Mundial o las camionetas policiales de la actualidad.

Me quedé observándolo con atención, al margen de cualquier interés personal. Sólo tenía veinte años, y ni conducía ni aspiraba a conducir…

Allí estaba, ligero e indefenso, carente por completo de la amenaza asociada a menudo a los automóviles. Parecía más fácil que uno pudiera hacerlo daño, que lo contrario. Nunca he visto un objeto de metal tan poco enfático como aquél. Resultaba más humano que algunos de los transeúntes y, en su imponente simplicidad, se asemejaba a las latas de carne de la Segunda Guerra Mundial que yo aún conservaba sobre el alféizar. No encerraba secreto alguno. Yo sólo quería meterme en él, ponerlo en marcha (no porque quisiera emigrar sino porque meterse en él debía de ser como ponerse una chaqueta, o, mejor dicho, una gabardina) e ir a dar una vuelta. Con los salientes laterales de sus ventanillas, parecía el rostro de un miope con gafas que llevara alzado el cuello de la camisa. Si mi recuerdo no me engaña, lo que sentí allí, mirando fijamente aquel coche, fue felicidad.
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El exiliado, que, gastronómicamente hablando, puede estar en todas partes (incluido su lugar de origen), hoy se desayuna con huevos y escribe, como corresponde “Ab ovo” (“Alighieri pensaba que era la comida más sana”), mientras trata de entender qué decían aquellas hermosas ramas de su juventud.

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(Los poemas a los que pertenecen los versos citados son: Infinitivo y Ab ovo, respectivamente. Ambos del libro Etcétera. El texto en prosa corresponde al ensayo Botín de guerra, del libro Del dolor y la razón)

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