A.J.A. Symons
Domingo de viento y de lluvia. Llegaron juntos,
a eso de las cuatro. Recordé a Guillevic, pero no por el viento, sino por una
silla que tropecé cuando iba a la cocina, sin encender la luz. “Tiene su mundo
propio/ y le basta”, repetí. Entré a la cocina y mientras esperaba que el café
estuviera listo, oí la copiosa charla del viento y de la lluvia. Arrecia en
este instante.
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En la mesa dialogan otros dos sobre un tercero.
El primero, Mario Praz, glosa al segundo en un episodio formidable del Barón
Corvo:
“Su
elección como miembro de la Reale Società Canottieri Bucintoro habría ocurrido
después de un curioso incidente debido a su pasión por la natación y por el
arte de remar a la veneciana. Un día, al dar una vuelta demasiado brusca en el
Canal Grande, cayó al agua con la pipa en la boca. Nadando enérgicamente bajo
el agua emergió donde nadie lo esperaba, lejos de su lancha, con aire siempre
solemne y con la pipa en la boca. Al subir, vacio con flema el tabaco mojado de
la pipa, la llenó con el de su bolsita de goma, hizo que le dieran fuego, y
diciendo tan sólo: Adelante, volvió a remar. Esta extravagancia de inglés
flemático de comedia no sería la única. Desde 1908 hasta 1913 la figura de este
loco inglés de cincuenta años con aire de siniestro eclesiástico –cabellos
grises muy cortos, ojos miopes detrás de un par de gruesos lentes, nariz
puntiaguda, mentón agresivo, labios sutiles- fue, parece, la fábula de Venecia”.
En una nota al pie de página, Mario Praz da
cuenta de la amplia bibliografía sobre Corvo que siguió al libro de A. J. A.
Symons, su primer biógrafo e interlocutor de Praz esta mañana. No sé si, como
el biografiado, que pertenecía más al mundo de los ángeles caídos que al de los
hombres (Praz dixit), Symons pasó a ser uno de los personajes que interesara al
erudito romano, pero lo cierto es que por la semblanza que de él hizo Julian,
su hermano menor, resulta inevitable suponer que sí:
“En otro
lugar he escrito ampliamente sobre el autor de En busca del barón Corvo (…).
Sin embargo, para quienes no sepan nada de A. J. A. Symons salvo lo que lean en
este libro, diré que escribió En busca del barón Corvo a los treinta y tres
años y que falleció cuando tenía cuarenta y uno; que fue un dandy, un gourmet,
un bibliófilo y uno de los fundadores de la Wine and Food Society, así como del
First Edition Club; que era un gran coleccionista de objetos victorianos (este
paréntesis es mío, FCC, y lo hago sólo para remarcar una parcial afinidad con
Praz); que se pasó la vida caminando sobre una cuerda floja en cuestiones de
dinero, cuerda que hasta el final inexplicablemente soportó su peso (…).
Abandonaba sus proyectos seducido por los placeres del vino y de la mesa, de
los libros y las cajitas de música, así como por el placer aún mayor que
representaba el convertirse en un experto en todas estas cosas. Teóricamente,
dichos placeres eran simples elementos accesorios en su búsqueda de fama y
posesión, pero rápidamente se convirtieron en metas por derecho propio que le
brindaban la satisfacción de descubrir una nueva cajita musical o un vino de
una cosecha que desconocía…”
Estas palabras de Julian Symons nos dan la pista
para encontrar en el libro de su hermano mayor (En busca del barón Corvo) no
sólo la biografía de Frederick Rolfe, sino también la autobiografía entrelíneas
de A. J. A. Symons, quien por saber mucho más sobre el barón, se llegaba hasta
Abercorn Place para visitar a Christopher Millard, el excéntrico que le
descubrió a Rolfe, mientras le servía una copita de un Valdepeñas razonable,
comprada a bajo precio en la bodega de un importador amigo. Y aunque la pobreza
no ayudara mucho –todo hay que decirlo- el vino acompañaba siempre una porción de
algún Stilton muy selecto.
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Domingo sin sol y sin vueltas al parque. Claro,
todavía no escampa.
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