Vinieron de la pupusa y hacia la pupusa van.
Los salvadoreños también fueron hechos de maíz, alimento que les permitió seguir procreándose merced a todos sus hallazgos comestibles y resistir las hecatombes que habían de venírseles encima. Así, desde la ancestral tortilla, pudieron, con la invalorable ayuda del frijol, pasar lentamente a la genuina exquisitez de la pupusa y brindarle al mundo una creación gastronómica que, nosotros, desenfrenados comedores de arepa de Venezuela, no dejaremos nunca de alabar.
Recordando un giro poético de Pedro Salinas podríamos decir: nunca agradeceremos tanto a la pupusa su poder de síntesis nutricional y su sabiduría culinaria. Sabrosa y certera combinación para el sustento, la pupusa puede ser considerada como una de las maravillas de la gastronomía popular de Mesoamérica o como un auténtico logro de la cocina, que ya quisieran haber inventado en algún laboratorio “high tech” los simpáticos y graciosos representantes de la cocina "deconstructiva". Por fortuna, los campesinos pobres de El Salvador tuvieron la precaución de haber “diseñado” la pupusa hace mucho tiempo, por gracia, por necesidad alimentaria y por poesía, sin andar diciéndoselo a nadie, ni menos aún, pretendiendo que se les incluyera en lo que algunos mientan como “cocina de autor”, que en su caso sería, en rigor, "creación colectiva".
La pupusa es un plato completo, pero es, sobre todo, el alma de un pueblo. Y esto, en verdad, se dice fácil, pero significa mucho más de lo que se imagina quien acaba de leerlo o de escribirlo. Por obra y desgracia de la desinformación cultural que hemos padecido durante décadas, muchos latinoamericanos nada o muy poco sabemos de El Salvador. Menos aún, de que allí ocurrió una tragedia inconcebible y de que ese país, poco mayor en extensión que el Estado Lara de Venezuela, fue objeto de un inclemente decreto de exterminio. Cuando hablo de exterminio no sólo me refiero a las vidas humanas, sino también a las diversas expresiones culturales que fueron salvajemente agredidas. Bien. Ese pueblo condenado a la extinción, sigue ahí, con las bellas flores que se come a diario (izotes) y con los maizales que heredó de los mayas. Y sigue al margen de los espacios asépticos y vacíos que la internacional del consumo ha enclavado infructuosamente en sus novísimos centros urbanos. El pueblo pobre de El Salvador permanece indoblegable. Yo creo que eso obedece no sólo a una experiencia de cruenta lucha social y política, sino también a la vitalidad espiritual de las pupusas. Y es que ellas son, al par de divinas, una suculenta conciencia americana.
Debemos a la generosidad de Wladimir Ruiz Tirado y de María Josefina de Ruiz, el haber conocido y disfrutado la inenarrable suntuosidad de los desayunos con pupusa en Planes de Renderos, mirador emblemático de la capital salvadoreña. Una de sus fondas, la de Paty, sirvió de escenario para nuestra sagrada iniciación en el culto universal de la pupusa. Allí conocimos a Rudy, a Idalia y a Rosa Lidia y comimos pupusas rellenas, que acompañamos de curtido, plátano, chorizo y cuajada. Bebimos horchata de morro y comprobamos que la pupusa es una insobornable bandera salvadoreña y un desayuno prodigioso.
2 comentarios:
Ufff, excelente y muy suculento artículo, espero que cuando esté por esos lados (Yaracuy) me enseñen más acerca de las pupusas, que no he tenido la oportunidad de probar.
Saludos desde Mérida, nos vemos pronto por allá
En una epica busqueda por pupusas en Venezuela esta Salvadoreña descubrio tan lindo blog. Muy inspiracional y para mi, muy melancolica entrada.
Gracias!!
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