Casa Museo Lopez Velarde
La palabra poética ilumina un centro inasible y lo hace íntimo. Va creando a su alrededor una atmósfera sagrada que termina demostrando la inepcia de todas las filosofías y la persistencia de una antigua incertidumbre.
La poesía nombra y no define. Lo dijo ayer Adonis en Caracas: los poetas tienen preguntas, no respuestas. Sus dudas son el secreto de su lucidez, la vieja sabiduría de sus destellos.
Cuando la palabra poética aparece, todo lo demás calla. Y ella pasa, casi inadvertida, a ocupar el centro que su resplandor hizo visible.
La poesía prolifera o se contrae, pero siempre da en el blanco: el alma del lector que a ella se entrega.
La palabra poética transfigura el tiempo, modifica las cosas, baña los espacios con una sustancia impalpable, pero cierta. Ahora mismo ha entrado al comedor para devolvernos imágenes que creíamos perdidas: el color de unas frutas, el sonido del agua derramada, el imponderable sabor de la canela, el verde de unos ojos, el timbre de una voz.
La palabra poética permite la vivencia oblicua. Alguien abrió hoy una puerta en Zacatecas para que yo pudiera contemplar desde mi casa de Barquisimeto a una enigmática mujer llamada Agueda. Y con su imagen llegaron todas las imágenes de las vecinas enlutadas. Así, unos versos de López Velarde borraron la rutina o escribieron sobre ella y esta habitación de siempre fue también –por un momento- una vieja casa de Jerez.
No recuerdo el menú de esa ocasión. Tampoco si hubo vino o sólo agua. No recuerdo el color del mantel, pero sí el contradictorio prestigio de almidón y de ceremonioso luto. Y es nítido también el recuerdo de un sonido: la vajilla intermitente sobre la mesa espléndida. Era la hora de comer y la penumbra quieta del refectorio ayudaba al entresueño.
Volvamos, qué le vamos a hacer, a la realidad de esta página. He intentado expresar la inmensa emoción que una reciente relectura me regaló. Tengo en mis manos el libro y es la hora de comer. Compartamos, entonces, el poema Mi prima Agueda de Ramón López Velarde, un poema que es, sin duda, una pequeña obra maestra, una joya de la literatura mexicana, un ejemplo de cómo la poesía puede convertirlo todo en maravilla:
“Mi madrina invitaba a mi prima Agueda/ a que pasara el día con nosotros,/ y mi prima llegaba/ con un contradictorio/ prestigio de almidón y de temible/ luto ceremonioso.// Agueda aparecía, resonante/ de almidón, y sus ojos/ verdes y sus mejillas rubicundas/ me protegían contra el pavoroso/ luto…// Yo era rapaz y conocía la o por lo redondo,/ y Agueda, que tejía/ mansa y perserverante en el sonoro/ corredor, me causaba/ calosfríos ignotos…// (Creo que hasta le debo la costumbre/ heroicamente insana de hablar solo).// A la hora de comer, en la penumbra/ quieta del refectorio,/ me iba embelesando un quebradizo/ sonar intermitente de vajilla/ y el timbre caricioso/ de la voz de mi prima.// Agueda era/ (luto, pupilas verdes y mejillas/ rubicundas)/ un cesto policromo/ de manzanas y uvas/ en el ébano de un armario añoso”.
La poesía nombra y no define. Lo dijo ayer Adonis en Caracas: los poetas tienen preguntas, no respuestas. Sus dudas son el secreto de su lucidez, la vieja sabiduría de sus destellos.
Cuando la palabra poética aparece, todo lo demás calla. Y ella pasa, casi inadvertida, a ocupar el centro que su resplandor hizo visible.
La poesía prolifera o se contrae, pero siempre da en el blanco: el alma del lector que a ella se entrega.
La palabra poética transfigura el tiempo, modifica las cosas, baña los espacios con una sustancia impalpable, pero cierta. Ahora mismo ha entrado al comedor para devolvernos imágenes que creíamos perdidas: el color de unas frutas, el sonido del agua derramada, el imponderable sabor de la canela, el verde de unos ojos, el timbre de una voz.
La palabra poética permite la vivencia oblicua. Alguien abrió hoy una puerta en Zacatecas para que yo pudiera contemplar desde mi casa de Barquisimeto a una enigmática mujer llamada Agueda. Y con su imagen llegaron todas las imágenes de las vecinas enlutadas. Así, unos versos de López Velarde borraron la rutina o escribieron sobre ella y esta habitación de siempre fue también –por un momento- una vieja casa de Jerez.
No recuerdo el menú de esa ocasión. Tampoco si hubo vino o sólo agua. No recuerdo el color del mantel, pero sí el contradictorio prestigio de almidón y de ceremonioso luto. Y es nítido también el recuerdo de un sonido: la vajilla intermitente sobre la mesa espléndida. Era la hora de comer y la penumbra quieta del refectorio ayudaba al entresueño.
Volvamos, qué le vamos a hacer, a la realidad de esta página. He intentado expresar la inmensa emoción que una reciente relectura me regaló. Tengo en mis manos el libro y es la hora de comer. Compartamos, entonces, el poema Mi prima Agueda de Ramón López Velarde, un poema que es, sin duda, una pequeña obra maestra, una joya de la literatura mexicana, un ejemplo de cómo la poesía puede convertirlo todo en maravilla:
“Mi madrina invitaba a mi prima Agueda/ a que pasara el día con nosotros,/ y mi prima llegaba/ con un contradictorio/ prestigio de almidón y de temible/ luto ceremonioso.// Agueda aparecía, resonante/ de almidón, y sus ojos/ verdes y sus mejillas rubicundas/ me protegían contra el pavoroso/ luto…// Yo era rapaz y conocía la o por lo redondo,/ y Agueda, que tejía/ mansa y perserverante en el sonoro/ corredor, me causaba/ calosfríos ignotos…// (Creo que hasta le debo la costumbre/ heroicamente insana de hablar solo).// A la hora de comer, en la penumbra/ quieta del refectorio,/ me iba embelesando un quebradizo/ sonar intermitente de vajilla/ y el timbre caricioso/ de la voz de mi prima.// Agueda era/ (luto, pupilas verdes y mejillas/ rubicundas)/ un cesto policromo/ de manzanas y uvas/ en el ébano de un armario añoso”.
En los rostros de las mujeres de Zacatecas veía López Velarde los alimentos de la tierra, el erotismo de las uvas, el pan de cada día.
3 comentarios:
Estupendo.
Turco.
Hermoso y sabroso artículo, Biscuter ¿o es un pequeño ensayo? ¿o un poema largo en prosa?
Recuero que una vez comentaste lo de géneros centauros, en referencia de un trabajo del Turco.
Un abrazo.
Gracias, amigos, por los generosos comentarios. Me recuerdan las viejas sesiones de nuestro taller de lectura,que muchas veces también fue de oficio escritural.
Buena memoria, Tecnorrante. El concepto de Alfonso Reyes es inmejorable: el ensayo, sin duda, es un género centauro.
Saludos,
Biscuter
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