La gente de La Bombilla en el restaurante de Refugio en Zacatecas: Pablo, Paola, Edmundo, Yuri y Refugio.
Escribe Bolívar Echeverría en su formidable libro Vuelta de Siglo que el barroco ha sido para los mexicanos, más que una forma artística, una estrategia de supervivencia cultural. Leyendo la afirmación de Echeverría lo primero que se me vino a la mente fue la portentosa cocina de México, esa fiesta inenarrable de olores, sabores, colores y texturas que, además de exhibir sabiduría alimentaria, revela una singular visión del mundo.
El más profundo y extenso resultado de la estrategia barroca mexicana lo representa su admirable cocina, como corresponde a un pueblo que se sabe ancestralmente hecho de maíz. La reivindicación de los sentidos y el disfrute de la mesa son modos importantes de un proceso histórico que alcanza niveles elevados con los múltiples usos del gran alimento americano (tortillas, tamales, tostadas, gorditas, chalupas, son algunas de las muchas formas ilustres de esa familia interminable) y que llega a cumbres insospechadas cuando le da por combinar chiles con chocolate, o manzanas y peras con poderosas salsas rojas y picantes. Cuchi, que acaba de estar en México, me cuenta que Yuri de Gortari y Edmundo Escamilla avanzan cada vez más en la investigación que han emprendido desde hace algún tiempo acerca del carácter barroco de la gastronomía de su tierra. Desde su escuela de cocina, La Bombilla, contribuyen a comprender y explicar mejor la compleja cultura mexicana.
No faltará quien persista en considerar al barroco como sinónimo de manierismo, pero como debe saberse, no todo manierismo es barroco y viceversa. En la actualidad los cocineros manieristas son más bien quienes hacen minimalismo gastronómico o cumplen con la ya fastidiosa rutina de la presentación ornamental globalizada en los manteles de cierta cocina pública. El gusto por el gusto mismo, la afición por los contrastes, la abundancia, el deseo de ofrendar a los viejos dioses, la comunión y el regalo, son manifestaciones del barroco, a contracorriente de una cultura que busca de manera tediosa el ahorro y la simpleza (o la simplura), la asepsia y la pastilla. El maestro del barroco, el cubano Severo Sarduy, nos recordó que “ser barroco hoy significa amenazar, juzgar y parodiar la economía burguesa, basada en la administración tacaña de los bienes: el espacio de los signos, el lenguaje, soporte simbólico de la sociedad, garantía de su funcionamiento, de su comunicación”.
Estudiar cómo un pueblo hizo del barroco una propuesta de vida cotidiana para sobrevivir y no sepultar sus viejas tradiciones en un parque temático, es una fascinante propuesta de investigación. Creo que la cocina mexicana nos ofrece una fuente incomparable para emprender ese trabajo, que también podemos rastrear en el Caribe y en pueblos del sur de este continente donde los choques de cultura han sido profusos y perennes. Es más, podemos procurar que en aquellos lugares donde la estrategia barroca parece perdida para siempre, reaparezca, o aún, que vaya brotando en los espacios que nunca la albergaron. Todo es posible, porque el barroco no es una tendencia del arte, sino una forma de vida.
Merendemos, mientras tanto, chocolate de Soconusco y leamos a Octavio Paz y a Alfonso Reyes.
El más profundo y extenso resultado de la estrategia barroca mexicana lo representa su admirable cocina, como corresponde a un pueblo que se sabe ancestralmente hecho de maíz. La reivindicación de los sentidos y el disfrute de la mesa son modos importantes de un proceso histórico que alcanza niveles elevados con los múltiples usos del gran alimento americano (tortillas, tamales, tostadas, gorditas, chalupas, son algunas de las muchas formas ilustres de esa familia interminable) y que llega a cumbres insospechadas cuando le da por combinar chiles con chocolate, o manzanas y peras con poderosas salsas rojas y picantes. Cuchi, que acaba de estar en México, me cuenta que Yuri de Gortari y Edmundo Escamilla avanzan cada vez más en la investigación que han emprendido desde hace algún tiempo acerca del carácter barroco de la gastronomía de su tierra. Desde su escuela de cocina, La Bombilla, contribuyen a comprender y explicar mejor la compleja cultura mexicana.
No faltará quien persista en considerar al barroco como sinónimo de manierismo, pero como debe saberse, no todo manierismo es barroco y viceversa. En la actualidad los cocineros manieristas son más bien quienes hacen minimalismo gastronómico o cumplen con la ya fastidiosa rutina de la presentación ornamental globalizada en los manteles de cierta cocina pública. El gusto por el gusto mismo, la afición por los contrastes, la abundancia, el deseo de ofrendar a los viejos dioses, la comunión y el regalo, son manifestaciones del barroco, a contracorriente de una cultura que busca de manera tediosa el ahorro y la simpleza (o la simplura), la asepsia y la pastilla. El maestro del barroco, el cubano Severo Sarduy, nos recordó que “ser barroco hoy significa amenazar, juzgar y parodiar la economía burguesa, basada en la administración tacaña de los bienes: el espacio de los signos, el lenguaje, soporte simbólico de la sociedad, garantía de su funcionamiento, de su comunicación”.
Estudiar cómo un pueblo hizo del barroco una propuesta de vida cotidiana para sobrevivir y no sepultar sus viejas tradiciones en un parque temático, es una fascinante propuesta de investigación. Creo que la cocina mexicana nos ofrece una fuente incomparable para emprender ese trabajo, que también podemos rastrear en el Caribe y en pueblos del sur de este continente donde los choques de cultura han sido profusos y perennes. Es más, podemos procurar que en aquellos lugares donde la estrategia barroca parece perdida para siempre, reaparezca, o aún, que vaya brotando en los espacios que nunca la albergaron. Todo es posible, porque el barroco no es una tendencia del arte, sino una forma de vida.
Merendemos, mientras tanto, chocolate de Soconusco y leamos a Octavio Paz y a Alfonso Reyes.
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