Leo ahora uno de esos viejos libros de poesía no recogidos nunca por el canon, olvidados casi por completo y sin más resonancia que la de la reseña publicada en el momento de su aparición. Algunos de esos libros, como éste, terminan guardando un amable secreto o la imagen de paisajes invisibles, de domicilios perdidos y de sabores añorados, es decir, de un universo intemporal, que la distancia y la carencia que hoy vivimos vuelven cada vez más necesario.
Sabemos que el lugar mítico de la poesía es la palabra misma, pero “dejémoslo así, como metáfora”, por decirlo a la manera de Reyes y, volvamos a la infancia, esa otra patria del hombre. Es allí, en su extenso imaginario, donde este libro bellísimo tiene su asiento y su vigor. Me estoy refiriendo a Poemas para recordar a Venezuela de Rafael Pineda (Editorial Avila Gráfica S.A, Caracas, 1951), autor de múltiples facetas e indiscutible devoto de estéticas sublimes. El volumen, por cierto, está ilustrado por cuatro grabados de Durbán que son una prolongación de los espacios encantados del poeta.
Tías y madrinas que se quedaron para vestir santos, santos y ángeles que conviven con las ánimas solas del bosque, música y silencio de las primas agitando su abanico de nácar, conjuros y oraciones de la vieja casa, cuentos y rituales de una Venezuela extinta, integran el ámbito de fábula de este libro que conserva la incandescencia de una niñez llena de asombros. Leyéndolo recordé a Aquiles Nazoa, por sus crónicas y versos donde los objetos cobran vida y son maravillosa historia cotidiana, salvada para siempre por la mirada única de la poesía. De esa estirpe es la mirada de Rafael Pineda, a quien debemos también una recreación del Orinoco y sus parajes (Inmensas soledades del Orinoco), digna de figurar en la más exigente antología de la literatura del paisaje en Venezuela.
En el libro de Pineda no podían faltar los dulces y las postres de nuestra niñez, como en toda niñez que se respete. Emprender la lectura de un poema desde sus referentes golosos, es una tarea fascinante. Bien sé que existen muchas otras aristas que la hermosura de este libro nos depara, pero hoy he querido arrimar la brasa para la sardina gastronómica de esta página y convocar a un niño que habla solo (como todo niño) y que elabora un apetitoso recado para María Moñitos, la graciosa chama que nos convidó un día inolvidable a comer sabrosísimos plátanos con arroz:
RECADO BAJO UNA PIEDRA PARA MARIA MOÑITOS
¿Quieres que te invite
a probar dulce de cabello de ángel,
María Moñitos?
Mi primo mató,
de una pedrada en la frente,
cuatro serafines en el catecismo.
Preparando el almíbar está mi abuela.
Yo prefiero el cristal de guayaba
para mirarte a través del vidrio empañado
y decirte, cuando juguemos a casarnos:
“Las cosas son según el cristal con que se miran”.
En la alacena había un azafate
lleno de blanquísimos suspiros
de muchachas enamoradizas;
de toronjas abrillantadas
por el duro soplo del verano;
de arroz con leche
endulzado por una viudita melancólica.
Si te veo en la plaza,
te cambiaré mis lápices de colores
por un turrón de semilla de merey,
aunque mis condiscípulos digan
que está hecho con dientecitos de ratones.
Cuando te hieras el cielo de la boca,
no pidan algodón desabrido
sino un poquito de dulce de hicaco.
Cuca es una mala palabra.
así nos dijo la maestra con los labios apretadísimos.
pero catalina no es nombre de merienda,
sino de la segunda esposa del jefe civil.
El pan de horno
es amasado con tierra
después de la lluvia;
la jalea de mango
tiembla como el pecho
de las Hijas de María antes de comulgar.
¿Recuerdas, María Moñitos,
a qué sabe el bien-me-sabes?
Sabemos que el lugar mítico de la poesía es la palabra misma, pero “dejémoslo así, como metáfora”, por decirlo a la manera de Reyes y, volvamos a la infancia, esa otra patria del hombre. Es allí, en su extenso imaginario, donde este libro bellísimo tiene su asiento y su vigor. Me estoy refiriendo a Poemas para recordar a Venezuela de Rafael Pineda (Editorial Avila Gráfica S.A, Caracas, 1951), autor de múltiples facetas e indiscutible devoto de estéticas sublimes. El volumen, por cierto, está ilustrado por cuatro grabados de Durbán que son una prolongación de los espacios encantados del poeta.
Tías y madrinas que se quedaron para vestir santos, santos y ángeles que conviven con las ánimas solas del bosque, música y silencio de las primas agitando su abanico de nácar, conjuros y oraciones de la vieja casa, cuentos y rituales de una Venezuela extinta, integran el ámbito de fábula de este libro que conserva la incandescencia de una niñez llena de asombros. Leyéndolo recordé a Aquiles Nazoa, por sus crónicas y versos donde los objetos cobran vida y son maravillosa historia cotidiana, salvada para siempre por la mirada única de la poesía. De esa estirpe es la mirada de Rafael Pineda, a quien debemos también una recreación del Orinoco y sus parajes (Inmensas soledades del Orinoco), digna de figurar en la más exigente antología de la literatura del paisaje en Venezuela.
En el libro de Pineda no podían faltar los dulces y las postres de nuestra niñez, como en toda niñez que se respete. Emprender la lectura de un poema desde sus referentes golosos, es una tarea fascinante. Bien sé que existen muchas otras aristas que la hermosura de este libro nos depara, pero hoy he querido arrimar la brasa para la sardina gastronómica de esta página y convocar a un niño que habla solo (como todo niño) y que elabora un apetitoso recado para María Moñitos, la graciosa chama que nos convidó un día inolvidable a comer sabrosísimos plátanos con arroz:
RECADO BAJO UNA PIEDRA PARA MARIA MOÑITOS
¿Quieres que te invite
a probar dulce de cabello de ángel,
María Moñitos?
Mi primo mató,
de una pedrada en la frente,
cuatro serafines en el catecismo.
Preparando el almíbar está mi abuela.
Yo prefiero el cristal de guayaba
para mirarte a través del vidrio empañado
y decirte, cuando juguemos a casarnos:
“Las cosas son según el cristal con que se miran”.
En la alacena había un azafate
lleno de blanquísimos suspiros
de muchachas enamoradizas;
de toronjas abrillantadas
por el duro soplo del verano;
de arroz con leche
endulzado por una viudita melancólica.
Si te veo en la plaza,
te cambiaré mis lápices de colores
por un turrón de semilla de merey,
aunque mis condiscípulos digan
que está hecho con dientecitos de ratones.
Cuando te hieras el cielo de la boca,
no pidan algodón desabrido
sino un poquito de dulce de hicaco.
Cuca es una mala palabra.
así nos dijo la maestra con los labios apretadísimos.
pero catalina no es nombre de merienda,
sino de la segunda esposa del jefe civil.
El pan de horno
es amasado con tierra
después de la lluvia;
la jalea de mango
tiembla como el pecho
de las Hijas de María antes de comulgar.
¿Recuerdas, María Moñitos,
a qué sabe el bien-me-sabes?
(Rafael Pineda, Poemas para recordar a Venezuela)
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