Boticelli. La Primavera
El escritor describe la escena con delectación y parsimonia. De manera impecable va recreando una atmósfera que nos atrapa. Participó en ella años atrás en un celebrado restaurante y no la ha podido olvidar pues ese día asistió nada menos y nada más que a la reaparición imprevista del Renacimiento. Nos imaginamos estar allí y percibimos contrastes que el autor no comenta ni dice haber captado. El se limita a referirnos lo que ve, lo que oye y lo que come, pero nosotros vamos formando un cuadro de imágenes aparentemente opuestas. Todas atractivas y apetecibles. El inicio presagia sorpresas. Como se sabe, una sorpresa casi siempre sigue a otra. La primera la aporta el mesonero al recitar con entusiasmo, en honor del escritor y su familia, varias estancias de la Divina Comedia, tantas, que estuvo a punto de perderse el inopinado encanto dantesco del insólito servicio.
Después viene lo imposible. Literal y figuradamente, ya la mesa está servida. Adviene el momento que el comensal ilustrado tendrá el goce supremo de describir más tarde. Apenas termina de dar la aprobación al vino que el mozo había sometido a su examen, el narrador presencia una portentosa epifanía. No cree lo que ve. Y es que en ese instante ha entrado a la sala La Primavera de Sandro Boticelli en persona. Esos sus ojos, llenos de inocencia y ternura, nos están mirando. Ha irrumpido sin las Tres Gracias, pero la acompañan un soberano angelote y un gallardo caballero que hace las veces de apuesto Mercurio. La Primavera pasa fulgurante y se sienta justamente frente a la mesa del escritor, no sin antes instalar al niño en una silla alta, a su costado. Su delicadeza unánime se ha convertido en el centro magnético de un lugar iluminado.
El maître toma nota del pedido de la majestuosa visitante florentina. Nuestro narrador oye atento el encargo. Como la Belleza está frente a él, no la pierde ni de vista ni de oídos. Es una oportunidad única que nadie en sus cabales puede desperdiciar. Así, ya sabe que en la mesa de la Primavera servirán dentro de unos minutos la especialidad de la casa. Servirán lo mismo que el escritor está comiendo. Servirán cochinillo. Sí, señores, servirán el famoso cochon de lait al horno. La Primavera ha venido a comer ese prodigio de la naturaleza y la cocina, como todo mortal que respete su gula y su cultura. Ella, diosa o semidiosa, mortal o no, está viendo llegar ahora el apetecido lechón. Llega sobre una adornada mesita rodante y el escritor emite, entonces, su único comentario contrastante. Compara la aparición del cochinillo con la de la Primavera y le parece que se trata de una parodia bufa. Pero nada más. Hasta ahí. El encanto sigue. La Primavera ha recibido ya en su trono el imponderable lechón. El angel hermoso ríe a placer y se dispone a tocarle la cabeza. La Primavera lo detiene con amable gesto y le promete darle un pedazo de su plato. “Pórtate bien, ángel mío”, le dice con una dulzura que llega intacta hasta la mesa del escritor atento.
Finaliza el relato y nos enteramos de lo sabrosísimo que estaba el cochinillo. Servido “con su guarnición de pepinos, papas, confitura y puré de manzanas”, ha sido un digno plato para un yantar que se compartió a corta distancia con una de las imágenes más preciadas de la pintura italiana del Renacimiento. Más aún, ha sido degustado con fruición por ella, “mientras afuera bullía multitudinosa la comédie humaine".
El narrador escribe su relato años después de ese milagro. Lo titula Au cochon de lait, como el nombre del restaurante. El escritor tiene en estos momentos 102 años de edad. Vive en Madrid y es académico de la lengua. Se llama, por supuesto, Francisco Ayala. Y es inmortal como la Primavera.
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