lunes, julio 21, 2008

Poesía en dos mercados y una mesa

Mercado Bella Vista. Carrera 18 con calle 38. Barquisimeto

Sophia de Melo Breyner Andresen

André Pieyre de Mandiargues


1. Se levantaba temprano para ir al mercado Bella Vista, a sólo una cuadra de la casa. Yo me imaginaba su lento recorrido. Primero, el puesto de verduras donde conversaba con Juvenal, mientras revisaba las papas, el apio y los tomates. Era el lugar de las informaciones y los chismes, el sitio ideal para ponerse al día. Después se trasladaba hasta la tienda de Miguel, quien le guardaba siempre un queso de cabra fresco y de leche cruda, de esos que ya no se consiguen. Contemplaba las frutas un rato y se decidía al final por los cambures manzanos y las naranjas. Alguien pasaba cantando y él lo secundaba con la Marsellesa, mientras afuera se alborotaban las gallinas. Antes de salir, no olvidaba jamás el chimó, su noble chimó El Vencedor que guardaba de inmediato en la cajeta. Cuando regresaba a la casa, poco antes de las siete, me despertaban su alegre silbido y los poderosos efluvios del cebollín y del cilantro. Era mío tío Abelardo, un tocuyano del siglo XIX, quien me inició un día en la gustosa embriaguez de los mercados.

2. Ella es poeta o mejor dicho, poetisa. Hace su camino de la mañana y entra al viejo mercado de su ciudad portuaria. Como si ejecutase un acto mágico para la buena suerte, dobla a su derecha y al tercer hombre que encuentra en frente del tercer puesto de piedra, le compra pescado. Observa que los pescados son azules y brillantes. El hombre elogia el olor de sus pescados diciendo simplemente: huelen, en verdad, a mar. Ella sale del aire salado y sube por una escalera en cuyo alto se encuentra una mujer de mediana edad que lleva en el cuello un medallón con la foto del hijo que perdió. A esa mujer de leves y finas arrugas, le compra un manojo de orégano, un manojo de perejil y otro más de hierbabuena. Después compra higos y llena su cesta de hortalizas, rocíos y limones. Radiante y perfumada baja la escalera y sale del mercado. Se dirige al centro del pueblo hasta que encuentra una iglesia. Entra y se arrodilla para elevar un canto por su amor a las cosas visibles, ante el Dios invisible que la protege en la penumbra. Es Sophia de Melo Breyner, escritora portuguesa nacida en Oporto el año 1919 y fallecida en Lisboa hace cuatro años. Copio unas palabras suyas que nos vacunan contra la vaguedad:

“Porque la poesía es mi explicación con el universo, mi convivencia con las cosas, mi participación en lo real, o mi encuentro con las voces y las imágenes. Por eso el poema no habla de una vida ideal sino de una vida concreta: ángulo de la ventana, resonancia de las calles, de las ciudades y de los cuartos, sombra de los muros, aparición de rostros, silencio, distancia y brillo de las estrellas, respiración de la noche, perfume del tilo y del orégano”.

3. El escritor había hecho su habitual recorrido por el alucinante barrio chino. Ahora estaba en la legendaria casa de comidas de la calle San Rafael. Sabe que allí hay varias clases de servicios. Mientras más se avanza hacia el interior del local, mejor guarnecida y más cara será la mesa. Cerca de la entrada se come sobre el mármol desnudo, no hay vasos y se bebe a chorro. El escritor optó por lo intermedio y buscó una de las mesas menos caras, sólo porque no quería alejarse mucho de la calle. Había leído bien el menú escrito en la pizarra y pidió sopa, pescado frito y ensalada. Para beber: un cuarto de vino blanco. Le sorprende comprobar que por veinte pesetas se pueda dar un verdadero festín, dado que la comida de los pobres en ese restaurante es copiosa, fresca y rica. Dejemos que él mismo la describa: “La sopa es una especie de menestra en la que las verduras se combinan con los garbanzos y las pastas, en el caldo del cocido. La fritura se compone de sardinas y de calamares cortados en anillos. Negras aceitunas adornan las hojas de lechuga de la ensalada, aderezada con un sabroso aceite. Por lo que toca al vino, no demasiado fuerte, resulta tan natural al paladar que uno no puede sino decir que está fabricado a la justa medida humana”.

El escritor se llamaba André Pieyre de Mandiargues y la obra de donde he tomado la escena y la cita, es, por supuesto, Al margen, cuyas páginas transcurren en la Barcelona de los sesenta. No debo olvidar el nombre del restaurante que, por cierto, era uno de los predilectos de Manuel Vázquez Montalbán: Casa Leopoldo.

2 comentarios:

manuel allue dijo...

Mes compliments, mon camarade.

Un abrazo.

Biscuter dijo...

Merci beaucoup cher ami!