Jujuy
Hace pocos días me correspondió hablar de este tema en la VII Cumbre de Rectores de Universidades Públicas de Suramérica y el Caribe, en la amable ciudad de San Salvador de Jujuy. Uno de los puntos fundamentales de mi planteamiento fue la necesidad de una total ruptura con un modelo aferrado -con más tozudez que convicción- a una especie de “razón académica” que hizo del diálogo consigo misma su único discurso posible. La fecunda y natural conversación de los saberes nos fue vedada por ese muro infranqueable de la corporación universitaria que terminó asfixiando, precisamente, a quienes lo erigieron. Hoy los vemos tratando de darle con inútil esfuerzo algún otro sonido a “la única cuerda que está en su violín”, para decirlo con un verso de la “Sinfonía en gris mayor” de Rubén Darío. Por cierto, no estaría mal definir la monotonía de ciertas publicaciones universitarias con ese elocuente título dariano. Bien. La ruptura con un modelo de ese tipo supone una genuina apertura a otros saberes y a otros modos de buscar el conocimiento. Afirmé que mediante un diálogo fecundo de todas las culturas podríamos recomenzar otro tipo de universidad, más en armonía con el cambio de época que vivimos hoy en día. Una universidad menos pagada de sí y que sepa escuchar las voces de la tradición y la memoria de los pueblos, que se aproxime con afecto a la crónica de los lugares, a la biografía de los seres humanos, al misterio de las cosas; que se deje llevar por las leyendas y los mitos, que aprenda a mirar el mundo sin los vidrios empañados de sus orgullos epistémicos y que pueda de nuevo llamar al pan pan y al vino vino.
Dicho lo anterior, un inteligente historiador jujeño me preguntó sobre los mecanismos o formas para iniciar ese diálogo. Le contesté con un ejemplo del que poseo una vivencia cercana:
La ciencia académica salió un día a la calle y le preguntó a la milenaria cultura de la cocina cómo hacer para alimentarnos mejor. La respuesta la dio una cocinera y a partir de entonces se inició el diseño de una carrera universitaria llamada Ciencia y Cultura de la Alimentación, en la cual se incorporó la cocina como laboratorio, como espacio sagrado, como sitio de encuentro y como albergue de historias olvidadas. Se incorporaron, desde luego, quienes de eso saben de verdad: los cocineros y cocineras. No se les pidió un certificado académico porque la idea era que ellos vinieran a legitimar nuestro trabajo. Mejor dicho, a certificarnos a nosotros, los patéticos universitarios que hicimos del capital curricular nuestra única manera de reconocernos. Y en eso estamos desde hace diez años. Reaprendemos lo aprendido con los saberes de los otros. Por supuesto, no podía en mi respuesta omitir las dificultades que esa audacia comporta. Ese ejemplo de interculturalidad activa ha representado para la UNEY una lucha cotidiana. En primer lugar, con nosotros mismos, por la educación positivista recibida en nuestras casas de estudio y, en segundo lugar, por las rigideces del ámbito académico imperante y la incomprensión de quienes no ven más allá de sus narices curriculares. Pero poco a poco nos vamos abriendo paso. Lo adelantado es irreversible y representa un paso importante para alcanzar la indispensable universidad intercultural del futuro.
En una zona fronteriza como Jujuy, con el sabor antiquísimo de las humitas, en el punto exacto del Trópico de Capricornio, esa experiencia yaracuyana recibió el estímulo de una entusiasta y feliz aceptación.
Dicho lo anterior, un inteligente historiador jujeño me preguntó sobre los mecanismos o formas para iniciar ese diálogo. Le contesté con un ejemplo del que poseo una vivencia cercana:
La ciencia académica salió un día a la calle y le preguntó a la milenaria cultura de la cocina cómo hacer para alimentarnos mejor. La respuesta la dio una cocinera y a partir de entonces se inició el diseño de una carrera universitaria llamada Ciencia y Cultura de la Alimentación, en la cual se incorporó la cocina como laboratorio, como espacio sagrado, como sitio de encuentro y como albergue de historias olvidadas. Se incorporaron, desde luego, quienes de eso saben de verdad: los cocineros y cocineras. No se les pidió un certificado académico porque la idea era que ellos vinieran a legitimar nuestro trabajo. Mejor dicho, a certificarnos a nosotros, los patéticos universitarios que hicimos del capital curricular nuestra única manera de reconocernos. Y en eso estamos desde hace diez años. Reaprendemos lo aprendido con los saberes de los otros. Por supuesto, no podía en mi respuesta omitir las dificultades que esa audacia comporta. Ese ejemplo de interculturalidad activa ha representado para la UNEY una lucha cotidiana. En primer lugar, con nosotros mismos, por la educación positivista recibida en nuestras casas de estudio y, en segundo lugar, por las rigideces del ámbito académico imperante y la incomprensión de quienes no ven más allá de sus narices curriculares. Pero poco a poco nos vamos abriendo paso. Lo adelantado es irreversible y representa un paso importante para alcanzar la indispensable universidad intercultural del futuro.
En una zona fronteriza como Jujuy, con el sabor antiquísimo de las humitas, en el punto exacto del Trópico de Capricornio, esa experiencia yaracuyana recibió el estímulo de una entusiasta y feliz aceptación.
6 comentarios:
Biscuter, me atrevo a hacerte una pregunta que representa una molestia conceptual que he tenido desde que veía clases en la que fue mi casa de estudios "superiores".
Primero la reflexión que me lleva a la pregunta: una de las condiciones que me parecían extrañas entre el profesorado que me dió clases en la universidad, no en todos pero sí en un número importante, era la falta de experiencia en el trabajo de calle, en empresas o en instituciones públicas o privadas. Esos profesores que comento, tenían como común denominador haber sido excelentes estudiantes durante su etapa universitaria, luego un post-grado en esa misma u otra institución, incluso algunos tenían una maestría o un doctorado realizado inmediatamente terminar el título anterior. Luego quedaban en esta u otra como profesores contratados o directamente titulares de una cátedra que dictaban con mucho entusiasmo y notorio conocimiento académico.
Pero siempre dudaba (¿se vale dudar cuando uno está comenzando?) si esos conocimientos que impartían serían valederos fuera, en la vida real, fuera del claustro universitario. Si no haría falta algún toque de experiencia laboral, práctica, esa que enseñan las pruebas y errores de lo aprendido.
Esa es mi pregunta entonces, quizás no se refiera directamente a lo gastronómico pero igual creo que es válida: ¿no sería mejor que todos los profesores universitarios tuviesen experiencia laboral o practica de algún tipo?
Mi respuesta a tu estupenda pregunta es que sí. Entiendo que en algunas carreras que preparan profesionales para un ejercicio práctico, es imprescindible contar con profesores que hayan tenido o tengan experiencia laboral. Pero creo, además, que todos los estudios universitarios requieren de docentes que sepan transmitir no sólo información o conocimientos, sino, sobre todo, experiencias: memoria de la vida, del estudio, del trabajo, de la convivencia. Si el joven docente sólo ha sido un lector o un investigador de laboratorio, debe transmitir su corta experiencia confrontándola con la de sus maestros o con la de otros profesionales que puede invitar a su aula. Debe también procurar que sus alumnos indaguen en la calle acerca de la visión práctica de sus enseñanzas.
La clase y el trabajo deben combinarse en el proceso formativo, tomando en cuenta, desde luego, la naturaleza de las asignaturas. Nuestro sistema ha estado lamentablemente reñido con esa combinación. Se expiden títulos que deberían decir algo así: "Fulano de tal tiene licencia para empezar a aprender cuando consiga el trabajo que exige la posesión de esta licencia".
Son muchos los temas que convoca tu pregunta. Ya la seguiremos comentando.
Un abrazo
El Tema resulta uno de las más grandes polémicas Universitarias en cuanto a gastronomía refiere, ya que la experiencia de vida de un cocinero o una mayora, jamás se comparara con la de un catedrático de un aula universitaria ambos son dos mundos diferentes, complejos y apasionantes, ambos tienen su problemática natural, el reto de hoy día es terminar con esa animadversión.
Ahora hay que formar a los estudiantes de gastronomía con los principios de la investigación y la docencia pero también de inicio con los propios de una operación profesional de A&B, hay que enseñarles a quemarse las manos de igual forma que el romántico servicio de un salón de Banquetes y así poco a poco ir erradicando estas polémicas y formando profesionistas profesionales que día a día demuestren que el oficio del cocinero valió la pena hacerlo una profesión.
Gracias y Saludos.
Biscuter y demás lectores, realmente me atreví a servir mi opinión sobre la mesa, por que me siento muy identificado. Sin duda la experiencia, no solamente, en la profesión es fundamental para poder transmitírsela a las demás personas. En mi caso que siempre he sido y seré “alumno”, me he dado cuanta este ultimo año que al tomar la misma situación desde otra postura, se me amplio mas el panorama con respecto a las necesidades que se deben satisfacer en los diferentes puntos (como alumno y profesor).
No quiero ahondar mucho más en el tema sin que antes puedas oler mi blog…y por que no entablar algún contacto.
Aprendí por ahí que un maestro ordinario es aquel que solamente enseña para su materia, un maestro extraordinario enseña para todos los ámbitos de la vida…creo que a eso último apuntamos.
Muchas gracias, buenos sabores y mejores lecturas…
Javy Larroquet
Cocinando por América Latina
http://cocinandoporamericalatina.blogspot.com/
Javy, gracias por tu comentario. Ya hice un rápido recorrido por tu blog. Celebro la pasión con que lo escribes y la pasión con que cocinas y me deleito (y se me hace la boca agua) viendo las fotos que has colgado.
Espero que continúes así, con ese entusiasmo y esa alegría...
Mi saludo
Gracias, Chef Magda, por tu comentario. Pienso, sin embargo que, en verdad, no hay polémica. Desde mi ámbito académico, por lo menos desde el mío, lo que hay es (con excepciones) ignorancia de otros saberes, incluido el de la cocina. Estoy seguro de que nuestros cocineros quieren aprender de todos. También de los no cocineros. Igualmente estoy seguro de que muchos académicos sólo quieren aprender de sí mismos, es decir, no quieren aprender nada nuevo y distinto.
Comparto contigo el criterio de que vale la pena hacer del cocinero un profesional que investiga y que aprende y aprovecha otras sabidurías, pero sólo si nunca deja de oficiar, en el sentido sagrado de esta palabra.
La cocina es un bellísimo oficio y puede ser también una profesión noble y digna, pero sólo si quien la ejerce está consciente de lo primero.
Mi saludo, Chez Magda.
Biscuter.
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