Paco de Lucía
Cuando Paco de Lucía improvisó por rumba esa maravilla que desde hace 36 años se conoce como Entre dos aguas, nació el clamoroso esplendor contemporáneo de la guitarra flamenca. No quiere decir esto que antes no se produjera algo semejante, gracias a otros o al propio Paco, que ya había acumulado algunos lauros. Quiere decir simplemente que la inmediata adhesión unánime del público convirtió a esa pieza, aparente relleno del disco Fuente y caudal, en una milagrosa enseña universal de lo gitano-andaluz. Y no era (ni es) para menos. Entre dos aguas posee sonidos negros, logro máximo de una música altamente conmovedora y desgarrada. Sé también que esos sonidos se crecen con el tiempo, como acabo de comprobarlo. Escribo esto mientras los escucho. Son incontables las veces que los he oído desde el año 74 y en cada ocasión me cautivan, me hacen viajar a Algeciras y a Cádiz toda, pero también a Barcelona, donde los escuché por vez primera. Concretamente, me hacen ir de nuevo a una rockola de una esquina de la calle Parlamento, a una cuadra del Paralelo, donde ella y yo repetíamos a Paco de Lucía hasta el infinito y comíamos pa amb tomaquet con serrano...
Nada se le iguala al sentimiento que la música provoca en nuestro espíritu. Es como si nos poseyera el dios que la hace posible y nos habitara minuciosamente una emoción inédita, indescifrable y plena. Eso me pasa con el flamenco, con Paco de Lucía, con Manolo Sanlúcar, con Camarón de la Isla, con Fosforito, con Caracol, con la Niña de los Peines. Desde la noche del origen, una cultura profunda toca y canta en ellos y nos habla implacable de sus penas. Siento un ramalazo de penumbra. Percibo un grito que no es un grito, sino un “quejío”. Oigo a Paco, ahora por alegrías y sé que es transitoria esa dicha colectiva.
Tia Anica la Piriñaca, según el testimonio del poeta Caballero Bonald, condensó en una frase todas las luces y sombras del flamenco, toda la emoción terrible de un pueblo con alma: “Cuando canto a gusto, me sabe la boca a sangre”. Mejor no se podía decir. Es una historia errante la que canta y toca. Es la memoria viva que sale de un volcán. Subo el volumen y veo que Paco se va hasta San Fernando, entre las aguas, entre el duende y el rigor, con una fuerza sobrehumana imposible de imitar. Como en los sueños, estoy ahora en el Puerto de Santa María o en la Caleta, en alguna bahía mítica, ya no sé, para contemplar el mar y sobreponerme del relámpago que es la guitarra infaliblemente expresiva, veloz y potente de ese genio del barrio de La Bajadilla que llamamos Paco de Lucía, después de haber sido sólo “el niño de la portuguesa”.
Busco coplas flamencas para rubricar gastronómicamente este capricho musical de hoy y encuentro esta belleza:
“Pajaritos del campo,
¿qué habéis comío?
Sopita de la olla
y agua del río”.
En la olla imagino, con más gula que hambre, un caldo de merluza, con naranjas agrias, ajos y cebollas. Incorregible, vuelvo a poner el disco de Paco de Lucía y brindo por la salucita de todos con agua del río convertida en este instante, por obra y gracia de la guitarra, en sorpresivo y deleitoso valdepeñas.
(A Cuchi)
Nada se le iguala al sentimiento que la música provoca en nuestro espíritu. Es como si nos poseyera el dios que la hace posible y nos habitara minuciosamente una emoción inédita, indescifrable y plena. Eso me pasa con el flamenco, con Paco de Lucía, con Manolo Sanlúcar, con Camarón de la Isla, con Fosforito, con Caracol, con la Niña de los Peines. Desde la noche del origen, una cultura profunda toca y canta en ellos y nos habla implacable de sus penas. Siento un ramalazo de penumbra. Percibo un grito que no es un grito, sino un “quejío”. Oigo a Paco, ahora por alegrías y sé que es transitoria esa dicha colectiva.
Tia Anica la Piriñaca, según el testimonio del poeta Caballero Bonald, condensó en una frase todas las luces y sombras del flamenco, toda la emoción terrible de un pueblo con alma: “Cuando canto a gusto, me sabe la boca a sangre”. Mejor no se podía decir. Es una historia errante la que canta y toca. Es la memoria viva que sale de un volcán. Subo el volumen y veo que Paco se va hasta San Fernando, entre las aguas, entre el duende y el rigor, con una fuerza sobrehumana imposible de imitar. Como en los sueños, estoy ahora en el Puerto de Santa María o en la Caleta, en alguna bahía mítica, ya no sé, para contemplar el mar y sobreponerme del relámpago que es la guitarra infaliblemente expresiva, veloz y potente de ese genio del barrio de La Bajadilla que llamamos Paco de Lucía, después de haber sido sólo “el niño de la portuguesa”.
Busco coplas flamencas para rubricar gastronómicamente este capricho musical de hoy y encuentro esta belleza:
“Pajaritos del campo,
¿qué habéis comío?
Sopita de la olla
y agua del río”.
En la olla imagino, con más gula que hambre, un caldo de merluza, con naranjas agrias, ajos y cebollas. Incorregible, vuelvo a poner el disco de Paco de Lucía y brindo por la salucita de todos con agua del río convertida en este instante, por obra y gracia de la guitarra, en sorpresivo y deleitoso valdepeñas.
(A Cuchi)
1 comentario:
GRACIAS!!!!
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