lunes, junio 08, 2009

La mujer y la casa

Vermeer

Está en lo suyo. La hemos oído silbar y cantar con efusión y ahora sonríe complacida, porque ha comprobado que el caldo está en su punto. Nos llamó a la mesa con premura y el aroma se encargó de acelerar nuestra presencia. Ahí está ella, esplendorosa, cucharón en mano, sirviendo las raciones abundantes. Es la dueña feliz de la casa que comparte de nuevo los frutos de su oficio sagrado y cotidiano. Nadie la vio llegar a la cocina porque ella la habita desde siempre, desde la noche del origen. Nadie la vio leer recetas porque una tradición milenaria se las dicta en secreto o porque las inventa o porque minuciosamente las recuerda con deleite y precisión. Nadie sabe por qué hoy la hierbabuena le ha otorgado una compostura inusitada al suculento hervido. Nadie, salvo ella, sabe esas cosas de la vida.

Es el ama de casa que con orgullo intemporal estampa en una planilla la frase “oficios del hogar”, para dar cuenta de lo que en verdad ella profesa. Es la dignidad doméstica capaz de transformar las penurias en grandezas, porque pan y cebolla le bastan para sus milagros. Ella cultiva sus jardines, uno de los cuales es la armoniosa cocina donde reinan sus saberes. Algunas veces ha cocinado con flores de yuca, esas que los salvadoreños tienen por flor nacional y llaman izote. Cuando lo hace, nos devuelve a la edad de oro, al primordial escenario de los dioses. Cocina y jardín son sus dominios milenarios.

Los quehaceres de la jardinera que cocina son los trabajos rituales que nos enlazan con la sustancia del mundo, como lo dijo un día Octavio Paz. A ellos debemos la vida sedentaria y la capacidad para convertir la rutina en aventura, para viajar sin moverse, para abrir las ventanas y respirar el aire del universo, para convertir cuatro paredes en un infinito paisaje espiritual. Algunas mujeres se han rebelado contra esos oficios, quizá por no haber descubierto en ellos su verdadera naturaleza o la imagen de los ángeles de Murillo que nítidamente contienen. No han fijado del todo el arquetipo de la “abuela”, de la “tía” o de la “prima” que llevaban siempre puesto el talismán de la felicidad, que no es otro que el talismán culinario. Una excelente escritora venezolana, María Fernanda Palacios, escribió hace algún tiempo un bello ensayo sobre la mujer y la casa. Allí nos dijo que el “fastidio” no está en los oficios del hogar, sino en nosotros, duchos en banalizarlo todo y en introducir razones para desvalorizar la vida de la casa, la belleza de “la casa por dentro”, por usar el impecable título de un libro de poemas memorable.

Vuelvo a ella. Baila solita en la cocina. Y canta. Y abre la ventana. Mira su jardín. Seca sus manos en el delantal y toma un libro para leer (o para leerse) con fruición intensa estos versos luminosos de Lezama Lima:

Hervías la leche
y seguías las aromosas costumbres del café.
recorrías la casa
con una mirada sin desperdicios.
cada minucia un sacramento,
como una ofrenda al peso de la noche
”.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Mientras más veces leo esto, m{as quiero a mi mamá (que a pesar de estudiar y ejercer su profesión no dejó de cuidar el hogar para y por nosotros).

Narciso Espejo dijo...

Precios, Freddy. No sabes cuanto he disfrutado este post. Un abrazo.

Biscuter dijo...

A ustedes, mi gratitud por los comentarios.

¡Qué enorme la mujer que tiene compromisos en la calle y que también se dedica con amor y con gusto a los oficios de la casa! Nadie la iguala.

Como diría Lezama en el poema ya citado: si ella se atolondrara, el cielo nos caería en pedazos.

Saludos