No tengo reparo alguno en reconocer que la mafia mata de manera impecable y que, además, come bien y sin remordimientos. Cuando se entera de que Luca Brasi ha dado cuenta de seis enemigos, porque sencillamente cumplió con eficaz precisión su mandato protervo, la mafia se solaza impávida y sedienta. Se va al comedor y acomete la golosa degustación del Duca di Salaparuta blanco que acompañará esta tarde al “bacalao al pomodoro” encargado para el almuerzo. Sin duda, fue en el crimen y en la mesa donde los miembros prominentes de “la familia” desplegaron su liturgia más sublime. Nadie podría negar que en esas dos acciones la “Cosa Nostra” puso lo mejor de su arte. Son muchas las historias que dan testimonio del ritual gastronómico puesto al servicio de una intrépida “vendetta” o como escenario simbólico donde el pan, la sal, el vino y el ajo representan respectivamente la unión, la sangre, el valor y el silencio, que son las virtudes supremas de “la hermandad” o del “partido”, como también podemos llamar, según el caso, a la onorata societá, que, como se sabe, penetra los intersticios de todo ámbito donde haya tráficos ilícitos, poderes y contratos. Al respecto, me remito al libro de Jacques Kermoal y Martine Bartolomei (La mafia se sienta a la mesa, Tusquets, Los 5 sentidos, Barcelona, 1998), que ya comentamos alguna vez en este espacio.
Algunos lamentan que el código culinario de la mafia siciliana (la auténtica, la de verdad) se haya perdido en manos de mafiosos de nuevo cuño. Así, el curioso periodista argentino Víctor Ego Ducrot en Los sabores de la mafia (Norma, Buenos Aires, 2002) refiere que un capo ruso, el moscovita Aliya Gimovich, agasajaba a sus amigos y compinches en su lujosa casa de la Costa Azul, sirviéndoles grandes cantidades de foie gras con vasos de Jack Daniels, horror que jamás se hubiese admitido, por ejemplo, en una cena neoyorquina del legendario Maranzano. Y es que, en verdad, la degradación ha llegado a todos los estratos y oficios. Las grandes “mafias” del narcotráfico o de la política (muchas veces son las mismas) carecen de conexión con las tradiciones, a diferencia de los “mafiosi” y de los viejos miembros de la “camorra” napolitana que comían macarrones con berenjenas o simple pizza marinara, con la gracia adicional de ratificar de ese modo su pertenencia fiel a una cultura. No sé si hoy sus nietos se estarán atragantando de comida chatarra o incurriendo en zafiedades que la ceremonia nefasta (y en ocasiones fastuosa) de sus antecesores hubiera condenado. Seguramente. Lo cierto es que la banalización de la maldad es tal que hasta la puesta en escena del delito organizado ahora forma parte de una fría maquinaria cuyo funcionamiento cotidiano está en manos de imbéciles epicenos, a quienes sólo se les pide alguna destreza para la informática y no buen gusto a la hora del yantar. Por trascorrales, sus jefes, también ignaros, arman el gatuperio financiero, la estafa política o el engaño judicial.
La “camorra” (vocablo derivado de la palabra árabe gamara que significa sitio donde se juega y se hace trampa) es una de las organizaciones más interesantes de la delincuencia italiana. Es citadina y no rural como la mafia y según cuenta el valiente escritor Roberto Saviano, no lucha contra el Estado, sino que está dentro del Estado y usa todas sus estructuras para su provecho. También se encuentra en las empresas y en los bancos y donde quiera que haya posibilidad para el dinero fácil. En su libro Gomorra, por el cual los camorristas lo condenaron a muerte, Saviano relata su viaje al corazón del “Sistema”, como ahora llaman a la vieja entente delictiva, cuyos dirigentes visten de Armani, imitan a estrellas de cine y adoptan las poses de los bandidos mediáticos. Al parecer, la camorra ya no es la misma que vimos en aquella divertida película llamada Me manda Picone. El título del film era también la contraseña que le abría las puertas en todas partes a Giancarlo Giannini en una Nápoles adorable y caótica. Ahora los miembros del “Sistema” comen pizzas con guindas y melón. ¡Hasta dónde ha llegado la camorra!
Algunos lamentan que el código culinario de la mafia siciliana (la auténtica, la de verdad) se haya perdido en manos de mafiosos de nuevo cuño. Así, el curioso periodista argentino Víctor Ego Ducrot en Los sabores de la mafia (Norma, Buenos Aires, 2002) refiere que un capo ruso, el moscovita Aliya Gimovich, agasajaba a sus amigos y compinches en su lujosa casa de la Costa Azul, sirviéndoles grandes cantidades de foie gras con vasos de Jack Daniels, horror que jamás se hubiese admitido, por ejemplo, en una cena neoyorquina del legendario Maranzano. Y es que, en verdad, la degradación ha llegado a todos los estratos y oficios. Las grandes “mafias” del narcotráfico o de la política (muchas veces son las mismas) carecen de conexión con las tradiciones, a diferencia de los “mafiosi” y de los viejos miembros de la “camorra” napolitana que comían macarrones con berenjenas o simple pizza marinara, con la gracia adicional de ratificar de ese modo su pertenencia fiel a una cultura. No sé si hoy sus nietos se estarán atragantando de comida chatarra o incurriendo en zafiedades que la ceremonia nefasta (y en ocasiones fastuosa) de sus antecesores hubiera condenado. Seguramente. Lo cierto es que la banalización de la maldad es tal que hasta la puesta en escena del delito organizado ahora forma parte de una fría maquinaria cuyo funcionamiento cotidiano está en manos de imbéciles epicenos, a quienes sólo se les pide alguna destreza para la informática y no buen gusto a la hora del yantar. Por trascorrales, sus jefes, también ignaros, arman el gatuperio financiero, la estafa política o el engaño judicial.
La “camorra” (vocablo derivado de la palabra árabe gamara que significa sitio donde se juega y se hace trampa) es una de las organizaciones más interesantes de la delincuencia italiana. Es citadina y no rural como la mafia y según cuenta el valiente escritor Roberto Saviano, no lucha contra el Estado, sino que está dentro del Estado y usa todas sus estructuras para su provecho. También se encuentra en las empresas y en los bancos y donde quiera que haya posibilidad para el dinero fácil. En su libro Gomorra, por el cual los camorristas lo condenaron a muerte, Saviano relata su viaje al corazón del “Sistema”, como ahora llaman a la vieja entente delictiva, cuyos dirigentes visten de Armani, imitan a estrellas de cine y adoptan las poses de los bandidos mediáticos. Al parecer, la camorra ya no es la misma que vimos en aquella divertida película llamada Me manda Picone. El título del film era también la contraseña que le abría las puertas en todas partes a Giancarlo Giannini en una Nápoles adorable y caótica. Ahora los miembros del “Sistema” comen pizzas con guindas y melón. ¡Hasta dónde ha llegado la camorra!
No hay comentarios.:
Publicar un comentario