El joven llegó un día a la Escuela Granja para descubrir en ella el universo. Habría de escribir después que la escuela no era un correccional ni un cuartel, pero sí un lugar de rigurosa disciplina, capaz de encarrilar a cualquier granuja o al más pintado de los “malaconductas”. El joven había salido temprano de Barquisimeto y en el mercado de Altagracia se había desayunado con una manduca sazonada de anís y un pocillo de café con leche. Buscó un autobús para Duaca y tuvo la buena suerte de encontrar puesto. Fue anotando minuciosamente los nombres de los puntos y caseríos que le deparaba el trayecto: La Ruezga, San Jacinto, la Fábrica de Cemento de don Eugenio Mendoza, El Tamarindo, Tamaca, Licua, El Eneal. El paisaje frondoso lo asombraba. Ni el verdor más vivo de Cabudare podía ser comparado con la tupida selva que sus ojos estaban ahora contemplando. Cuando descendió del autobús para adentrarse en la feracidad de la Escuela, se sintió solo en la espesura, pero no perdió el paso y continuó. Lo esperaba “una parcela cósmica”.
En ella descubriría la suntuosidad de algunos frutos. Así, sabría de la diversidad del cambur. Los había topochos, manzanos, guineos, cuyacos y titiaros. Los majestuosos cambures yaracuyanos le parecieron plátanos. Con sus tajadas fritas rellenaría arepas de maíz pilado, para consagrarse a un deleite que hasta entonces le era totalmente desconocido. En una ocasión asó un plátano hasta dorarlo y obtuvo una ambrosía. Asistió de ese modo al conocimiento inédito de un fortificante apto para insuflarle vida al más lelo de los seres.
Poco a poco fue haciéndose agricultor, experto en la combinación de arcillas y arenillas, barro y humus de otras cosechas. Observó con detenimiento “los cultivos de piñas maduras, los jojotos embarbechados, las terrazas de cafetos con sus borlas rojas, las hortalizas, los plantíos de lechosas verdes y amarillentas, las auyamas y patillas rastreras”. También se hizo esmerado avicultor y llegó a ser perito en gallinas, en patos y pavos, así como ducho en codornices y en faisanes dorados y plateados. El pastor de cabras que había sido en Los Rastrojos había quedado atrás, en las inmensas soledades del Turbio. Ahora reconocía las razas de las gallinas y podía describir con precisión sus costumbres y sopesar con éxito la calidad de sus posturas y no sólo torcerles el pescuezo con la sagacidad bizarra cultivada en Cabudare.
Se inició, igualmente, en el cultivo de jardines y en otras tareas sagradas y contiguas. Cortejó astromelias, cayenas, rosas y amapolas. Supo que el árbol de amapola era la plenitud de la forma y que en su campo de trabajo se encontraba lo máximo: la “atapaima o flor de mayo”. De las formas fue pasando a los olores y de éstos al dibujo y a la educación artística. Estudió castellano y literatura. Leyó a Gallegos y a Rivera con fruición. Estudió biología, historia y matemática. Leyó la tierra, las quebradas, los árboles, el cielo y las aves migratorias. Asimismo leyó el alma de los seres, supo de envidias y malquerencias, pero también de afectos y lealtades. Se preparó para la vida, forjándose un carácter que lo haría sobrellevar todas las gracias y desgracias por venir.
Digamos que acabo de glosar muy parcialmente un libro conmovedor y hermoso, escrito por Rafael Cordero y titulado Na’ guará (Universidad Yacambú, Barquisimeto, 2002). Digamos que echo de menos las escuelas-granjas, así como las buenas crónicas de nuestras vidas provincianas. Digamos también que todas las escuelas y universidades deberían ser de nuevo granjas para la vida y no lóbregas comarcas para los enconos. Digamos que recomiendo altamente la lectura de ese libro.
En ella descubriría la suntuosidad de algunos frutos. Así, sabría de la diversidad del cambur. Los había topochos, manzanos, guineos, cuyacos y titiaros. Los majestuosos cambures yaracuyanos le parecieron plátanos. Con sus tajadas fritas rellenaría arepas de maíz pilado, para consagrarse a un deleite que hasta entonces le era totalmente desconocido. En una ocasión asó un plátano hasta dorarlo y obtuvo una ambrosía. Asistió de ese modo al conocimiento inédito de un fortificante apto para insuflarle vida al más lelo de los seres.
Poco a poco fue haciéndose agricultor, experto en la combinación de arcillas y arenillas, barro y humus de otras cosechas. Observó con detenimiento “los cultivos de piñas maduras, los jojotos embarbechados, las terrazas de cafetos con sus borlas rojas, las hortalizas, los plantíos de lechosas verdes y amarillentas, las auyamas y patillas rastreras”. También se hizo esmerado avicultor y llegó a ser perito en gallinas, en patos y pavos, así como ducho en codornices y en faisanes dorados y plateados. El pastor de cabras que había sido en Los Rastrojos había quedado atrás, en las inmensas soledades del Turbio. Ahora reconocía las razas de las gallinas y podía describir con precisión sus costumbres y sopesar con éxito la calidad de sus posturas y no sólo torcerles el pescuezo con la sagacidad bizarra cultivada en Cabudare.
Se inició, igualmente, en el cultivo de jardines y en otras tareas sagradas y contiguas. Cortejó astromelias, cayenas, rosas y amapolas. Supo que el árbol de amapola era la plenitud de la forma y que en su campo de trabajo se encontraba lo máximo: la “atapaima o flor de mayo”. De las formas fue pasando a los olores y de éstos al dibujo y a la educación artística. Estudió castellano y literatura. Leyó a Gallegos y a Rivera con fruición. Estudió biología, historia y matemática. Leyó la tierra, las quebradas, los árboles, el cielo y las aves migratorias. Asimismo leyó el alma de los seres, supo de envidias y malquerencias, pero también de afectos y lealtades. Se preparó para la vida, forjándose un carácter que lo haría sobrellevar todas las gracias y desgracias por venir.
Digamos que acabo de glosar muy parcialmente un libro conmovedor y hermoso, escrito por Rafael Cordero y titulado Na’ guará (Universidad Yacambú, Barquisimeto, 2002). Digamos que echo de menos las escuelas-granjas, así como las buenas crónicas de nuestras vidas provincianas. Digamos también que todas las escuelas y universidades deberían ser de nuevo granjas para la vida y no lóbregas comarcas para los enconos. Digamos que recomiendo altamente la lectura de ese libro.
3 comentarios:
De pronto veo "atapaima o flor de mayo" y recuerdo una canción que tengo en un viejo casette, grabada a Simón Díaz.
¿Puede ser que la "Flor de mayo", la vaca compañera de "Primavera" se llamara así por esa planta?
Saludos cordiales.
Fernando
Asi es, amigo Fernando. Recibe un afectuoso saludo.
Y cada granja es también una escuela. Entre las granjas de nuestros familiares y las de quienes recibían la asesoría de mi papá conocí muchas cosas de la tierra y de la gente.
Tendré en cuenta la recomendación.
Oswaldo Parra
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