Un joven de veinticinco años, para entonces oficial segundo de la Capitanía General de Venezuela, llamado Andrés de Jesús, María y José, hijo mayor de una familia huérfana de padre (Bartolomé Bello había fallecido en Cumaná en 1804) “arrancó hierbas, cortó ramas y esparció tierra” en Fila de Mariches. Era el 16 de diciembre de 1806. El joven dio así cumplimiento a un ritual previsto en el derecho indiano: tomar posesión de un terreno que su familia había recibido en arrendamiento perpetuo, con el propósito de fundar una pequeña plantación de café. Le debemos a la acuciosidad de Pedro Grases la recuperación de esa importante escena campestre en la vida de Andrés Bello. Y algo más: la imagen vitalmente agrícola de quien años después cantaría en Londres las maravillas de nuestros frutos campesinos. Bello llamaría la finca “El Helechal” y, según la amable hipótesis de Grases, allí estuvo ubicada su visión primigenia y personal del cultivo del “arbusto sabeo”, vestido de jazmines y perfumado por la fecunda zona, cuya ladera “adorna el cafetal”. En pos de un cafecito de Andrés Bello, intentemos un breve y parcial recorrido por el paisaje gastronómico de su Silva inagotable.
El menú se abre con una ensalada de piña y granada, recordando estos versos: “Para tus hijos la procera palma,/ su vario feudo cría,/ y el ananás sazona su ambrosía”. La fruta más hermosa de la tierra, sazón de la ambrosía y ambrosía ella misma, nos saluda en las mesas americanas, con el esplendor barroco de su forma y de sus jugos. La acompañan esta vez las legendarias granadas del Paraíso, que eran también las del patio de la casa caraqueña de los Bello López, nunca olvidadas por el maestro. “¡Aquellos granados!”, escribió, nostálgico, en una carta dirigida a su hermano Carlos. Aquellas granadas y sus granitos, están acá, haciéndole alegre compañía a la piña en esta fiesta de la entrada.
País de peces y mariscos varios, Chile le recordó muchas veces a Bello la antigua Cumaná donde vivió y murió su padre. Una fosforera oriental será entonces el siguiente plato, con el cual emprenderemos un diálogo bellista del Caribe con el Pacífico y con el “…pueblo también, cuyos hogares/ a sus orillas mira el Manzanares”. Suculenta, la fosforera, es fama que levanta muertos y no estamos acá para desperdiciar la vida. Así que habrá en esta ocasión fosforera en abundancia para todos.
El “jefe altanero de la espigada tribu” no puede faltar en nuestro paseo. Una polenta, no sé todavía si de cochino o de gallina, hará su aparición en el convite. Para Bello el maíz era algo más que un alimento. Era un dios de estas tierras. Era una seña de la sagrada identidad americana. Era (y es) una forma de resistencia. Pese al trigo sembrado por los españoles, los criollos nos hicimos grandes comedores de arepas, como nuestros padres antiguos y le dimos diversos usos al maíz, impidiendo que dejara de depararnos uno de nuestros panes de cada día. Convertido en polenta, el maíz es la ufanía central de este condumio.
Pertenezco a la golosa estirpe de los “postreros”, esos seres que suelen guardar espacio adecuado y suficiente para el disfrute final de las comidas. Por esa razón ya la boca se me está haciendo agua. Sé que está anunciada una torta de chocolate y merey que será servida con cambures en almíbar, vale decir, la apoteosis bellista de la zona tórrida. La consagración del cacao como auténtico manjar de los dioses. Andrés Bello, quien halagó la necesaria protección de su cultivo (“…ampare/ a la tierna teobroma en la ribera/ la sombra maternal de su bucare”), no habría dejado de festejar su destino en esta mesa, al lado del cambur. Símbolo de cierta pureza agrícola porque “escasa industria bástale”, el banano “desmaya el peso de su dulce carga” para prodigarse como uno de los mayores regalos que la Providencia concedió “con manos largas” a los habitantes de la felicidad ecuatorial. No conformes con rubricar de modo tan sabroso esta incursión al paisaje gastronómico de Andrés Bello, podemos agregar la presencia de la naiboa, para darle paso también al casabe (“…su blanco pan la yuca”) y al persistente papelón que viene de “la caña hermosa,/ de do la miel se acendra”.
¿Bebidas? Andrés Bello tuvo la precaución de preverlo todo en la Silva cimera. Así, nos dijo: “El vino es tuyo, que la herida agave”. Por eso, además de café, habrá cocuy de Lara, que es la mejor bebida de estas tierras sedientas.
El menú se abre con una ensalada de piña y granada, recordando estos versos: “Para tus hijos la procera palma,/ su vario feudo cría,/ y el ananás sazona su ambrosía”. La fruta más hermosa de la tierra, sazón de la ambrosía y ambrosía ella misma, nos saluda en las mesas americanas, con el esplendor barroco de su forma y de sus jugos. La acompañan esta vez las legendarias granadas del Paraíso, que eran también las del patio de la casa caraqueña de los Bello López, nunca olvidadas por el maestro. “¡Aquellos granados!”, escribió, nostálgico, en una carta dirigida a su hermano Carlos. Aquellas granadas y sus granitos, están acá, haciéndole alegre compañía a la piña en esta fiesta de la entrada.
País de peces y mariscos varios, Chile le recordó muchas veces a Bello la antigua Cumaná donde vivió y murió su padre. Una fosforera oriental será entonces el siguiente plato, con el cual emprenderemos un diálogo bellista del Caribe con el Pacífico y con el “…pueblo también, cuyos hogares/ a sus orillas mira el Manzanares”. Suculenta, la fosforera, es fama que levanta muertos y no estamos acá para desperdiciar la vida. Así que habrá en esta ocasión fosforera en abundancia para todos.
El “jefe altanero de la espigada tribu” no puede faltar en nuestro paseo. Una polenta, no sé todavía si de cochino o de gallina, hará su aparición en el convite. Para Bello el maíz era algo más que un alimento. Era un dios de estas tierras. Era una seña de la sagrada identidad americana. Era (y es) una forma de resistencia. Pese al trigo sembrado por los españoles, los criollos nos hicimos grandes comedores de arepas, como nuestros padres antiguos y le dimos diversos usos al maíz, impidiendo que dejara de depararnos uno de nuestros panes de cada día. Convertido en polenta, el maíz es la ufanía central de este condumio.
Pertenezco a la golosa estirpe de los “postreros”, esos seres que suelen guardar espacio adecuado y suficiente para el disfrute final de las comidas. Por esa razón ya la boca se me está haciendo agua. Sé que está anunciada una torta de chocolate y merey que será servida con cambures en almíbar, vale decir, la apoteosis bellista de la zona tórrida. La consagración del cacao como auténtico manjar de los dioses. Andrés Bello, quien halagó la necesaria protección de su cultivo (“…ampare/ a la tierna teobroma en la ribera/ la sombra maternal de su bucare”), no habría dejado de festejar su destino en esta mesa, al lado del cambur. Símbolo de cierta pureza agrícola porque “escasa industria bástale”, el banano “desmaya el peso de su dulce carga” para prodigarse como uno de los mayores regalos que la Providencia concedió “con manos largas” a los habitantes de la felicidad ecuatorial. No conformes con rubricar de modo tan sabroso esta incursión al paisaje gastronómico de Andrés Bello, podemos agregar la presencia de la naiboa, para darle paso también al casabe (“…su blanco pan la yuca”) y al persistente papelón que viene de “la caña hermosa,/ de do la miel se acendra”.
¿Bebidas? Andrés Bello tuvo la precaución de preverlo todo en la Silva cimera. Así, nos dijo: “El vino es tuyo, que la herida agave”. Por eso, además de café, habrá cocuy de Lara, que es la mejor bebida de estas tierras sedientas.
2 comentarios:
Don Biscuter:
La que a sus orillas mira el Manzanares, ¿no es Madrid?.
Por lo demás acuerdo completo con el menú, con una pequeña disidencia en la elección de la bebida: El cocuy de Lara ¿Está hecho con agave? En caso afirmativo, paso y me permito sugerir algún tintillo de estos pagos argentinos.
Hermosa su silva a la cocina de la tórrida Venezuela.
Si siente un toc toc en la puerta, capaz que es Don Andrés que quiere sumarse al convite.
Saludos cordiales.
Fernando
Hola, Fernando. Gracias por tu visita.
También se llama Manzanares el río que pasa por Cumaná, la ciudad que visitaba Bello en sus vacaciones, cuando era un joven que vivía en Caracas. Allí se enamoró de la hermana mayor del mariscal Sucre.
El cocuy sí está hecho de agave.
Acepto la sugerencia del tinto argentino, mis predilectos.
Gracias por tu grato comentario.
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