Embajada de Venezuela en Chile y la UNEY
Andrés Bello fue un genio de la creación y la mediación cultural. Hizo lo que pudo -y lo que le dejaron hacer-, superando dificultades, envidias e incomprensiones. Su labor intelectual en Chile tiene las características de un heroísmo jamás cantado por la épica y que alguien llamó alguna vez con acierto, heroísmo secreto. Poner orden civil en el caos inicial de los pueblos de América no es poca cosa. Bello lo alcanzó en la naciente república chilena, donde hoy ocupa el sitial histórico que merece, a pesar de algunos tiempos de desmemoria o de incuria. Merced a su inmensa preparación, ese orden se convirtió en un sólido soporte republicano que permitió la formulación de una política exterior idónea basada en el principio de la solidaridad y en la elaboración de normas adecuadas de Derecho Civil para hacer propicia y pacífica la vida cotidiana.
Pero no fue sólo eso. El copioso bagaje humanístico de Andrés Bello, puesto al servicio de la identidad latinoamericana, lo llevó a diseñar -mediante una amplia visión de la lengua española y un talento gramatical inusitado- un uso lingüístico propio de estas tierras. Recordemos esta afirmación suya: “Chile y Venezuela tienen tanto derecho como Castilla y Andalucía para que se toleren sus accidentales divergencias”. Y así, pudo el español nuestro ser español de América y luego, español de Chile o español de Venezuela. “No tengo la pretensión de escribir para los castellanos. Mis lecciones se dirigen a mis hermanos, los habitantes de Hispano América”, dijo una vez. Y en efecto, para nosotros escribió su prodigiosa Gramática, por la cual Amado Alonso y Pedro Henríquez Ureña lo llamaron “el más genial de los gramáticos de lengua española y uno de los más perspicaces y certeros del mundo”. A partir de un orden, exaltó nuestras peculiaridades idiomáticas y le dio cauce ordenado a la diversidad, facilitando la evolución y transformación de la lengua, con aportes nacionales y regionales, hasta conformar lo que Ernesto Sábato (citado por Edgar Colmenares del Valle) llamó “una sola y magna patria”, es decir, esa fecunda patria verbal que sin Andrés Bello nos hubiese costado muchísimo tener.
Algo más hizo Bello por la emanciación cultural de América: reivindicó nuestros lugares. Lo hizo con su poesía, clásica y europea en sus formas y absolutamente americana en sus motivos y en su espíritu. Los cronistas viajaron a estas regiones equinocciales y se asombraron con sus riquezas. Nos dejaron páginas espléndidas y también el relato de una mirada europea que siempre pensó en conquistar y dominar. Algunos nos vieron con desdén. Otros sólo fueron elogiosos con la naturaleza, y unos pocos, piadosos con los pueblos autóctonos. En fin, se construyó un discurso exterior, a veces “buensalvajista” y otras muchas demonizador. Por eso, para fundar repúblicas necesitábamos otro discurso o un mensaje donde nos nombrásemos a nosotros mismos y nos sintiéramos entrañablemente expresados. Andrés Bello, desde Londres, fue el primero en hacerlo. No le bastó con la enumeración idílica de quien siente nostalgia por su paisaje. Forjó un proyecto de fundación. Recordó que la cultura es también agricultura y trabajo.
Si hoy, con tantas asignaturas pendientes aún, volvemos a leer con atención su Silva a la Agricultura de la Zona Tórrida, veríamos con claridad el proyecto de Bello y nos diríamos que eso de la soberanía alimentaria no lo estamos inventando ahora, ni nosotros ni los compañeros europeos o canadienses de Vía Campesina y que en la Silva está la mejor vindicación de nuestro paisaje agrícola, una vindicación que nunca como antes necesitamos más.
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