lunes, enero 18, 2010

Haití en el infierno de este mundo

Henri Chrispothe

Nuevamente la naturaleza se ha ensañado contra Haití. Lo ha hecho esta vez batiendo todas las marcas de su feroz inclemencia. Ya no podía ser más cruel, pero lo fue. Mató la culebra por la cabeza y golpeó en la capital, en el mero centro del palacio de gobierno, un monumento de la cultura, pero también de todas las inepcias y devastaciones públicas que en el lado occidental de La Española han sido. Como siempre, los condenados de la tierra, se llevaron la peor parte. La escenografía de la injusticia social está montada, precisamente, para que ellos sean los primeros en caer. Los cuarterones, tercerones o mamelucos que han usufructuado los desmanes políticos también fueron blanco de este zarpazo fulminante. No se salvaron ni las misiones humanitarias ni los miembros de la negligente “ayuda” internacional, que tiene décadas tratando de buscarle solución al sino haitiano con curitas de mercurocromo. Pero, repito, son los olvidados de Dios, los parias de siempre, los que conforman la gran legión de insepultos o de sobrevivientes desesperados que ahora pueblan las calles derruidas de Puerto Príncipe, a la espera de otra desgracia habitual: la consabida intervención extranjera, incapaz de no hacer otra cosa que satisfacer intereses distintos a los del pueblo haitiano, incluido el de sentirse “solidaria” y “bondadosa”.

Haití ha marchado a contracorriente y eso se paga. Al parecer, desde el momento en que sus esclavos decidieron ser libres de verdad y lograron derrotar a tres imperios blancos y “civilizados”, no ha encontrado la manera de escapar a los castigos “bíblicos”. Pero no podemos resignarnos a esa lógica aciaga para explicar lo que en términos históricos y políticos se resiste a ser comprendido por esquemas y estadísticas que abundan en ominosas realidades y dan pábulo a recurrentes proyectos de “desarrollo”. Por ahí no va ni puede ir mi aproximación al doloroso tema. Pienso que debemos repensar a Haití, lo que significa repensarnos como seres humanos. Intentemos por algún instante bajarnos de nuestras nubes “institucionales” y no salir corriendo a llevarle a Haití visiones y planes que seguramente lo hundirán más o lo alejarán definitivamente de sus antiguos sueños de libertad. Callemos alguna vez ante Haití y seamos discretamente colaboradores. Enviemos alimentos y no creencias ni “ideas”, ni menos aún, militares, como lo están haciendo los Estados Unidos, “salvador” permanente de esas tierras que ha querido dominar a su antojo.

Lo “real maravilloso” es literatura por ser verdad y por suplir y mejorar con creces la imaginación de poetas y escritores. Lo “real maravilloso” también es terrible, como la belleza de Rimbaud y los ángeles de Rilke. Un día lo descubrió en Haití Alejo Carpentier y nos dejó la estampa barroca de un cocinero que abandonó los fogones y se fue a la lucha, para hacerse después monarca delirante de su pueblo. Hoy quiero recordar sus tiempos en la hostería premonitoriamente llamada “La Corona”. Dominaba el arte culinario, así como los secretos para complacer a los diversos clientes: olla podrida para los vecinos y volován de tortuga para los franceses. Era ducho en tomates adobados, alcaparras y huevas de arenque, para deleite de quienes visitaban esa tacita de oro, en la calle de los Españoles del Cabo, una movida ciudad del Caribe colonial.

Varios años después, Henri Christophe, que así se llamaba el cocinero, ya monarca caricaturesco y apopléjico, se levantaría de su lecho para meterse un tiro, al cerciorarse de que sus granaderos estaban tocando “el manducumán”, una inequívoca señal de insurrección.

Haití: un tabú permanente, un interdicto cultural, un castigo racista, una palabra taína que significa “montañoso”, necesita hoy que su gente toque como pueda “el manducumán”.

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