lunes, enero 04, 2010

Las mesas bicentenarias

Juan Lovera. 19 de abril de 1810

Comienza ahora la esperada celebración de los bicentenarios. Ojalá esta vez tengamos la ocasión de estudiar mejor, no sólo la gesta, sino también el gusto de nuestros libertadores. Y sobre todo, analizar con sentido (auto)crítico la importancia de la alimentación en la construcción de una patria soberana. Lastimosamente, no contamos con suficiente material reflexivo sobre el tema, pero ello no es excusa para obviar un punto donde estamos lejos de haber alcanzado libertad. Ya basta de dejar en barbecho un asunto tan crucial o de continuar abordándolo de modo reductivo y negligente. Seguimos hablando de “soberanía alimentaria” como si la misma fuese la capacidad de importar y distribuir comida entre la población y no una condición de autonomía republicana que incluye producir lo que necesitamos y lo que deseamos comer. Pronto volveremos sobre esta incuria que nos (pre)ocupará buena parte del año…

Vayamos ahora hasta la mesa del más grande de nuestros próceres, para comenzar la indagación sobre sus gustos. Nuestro guía en esta primera visita será el padre Carlos Borges, el famoso prelado que combinaba, para escándalo de la beatería, liturgia con bohemia y a quien debemos el extraordinario discurso inaugural de la Casa del Libertador, en uno de cuyos párrafos podemos leer la espléndida descripción de este condumio: “…Pero entremos al comedor. Llegamos a buen tiempo, pues ya el almuerzo está servido, y a fe que huele bien. Preside la madre, por ausencia de su marido, casi siempre en Aragua. A su derecha y a su izquierda, María Antonia y Juana María; más allá Juan Vicente, y en la cola, Simoncito, el más tuno y travieso de la camada. Van y vienen, solícitos, los criados. Humea el sancocho suculento, multicoloro y multisápido; síguenlo fresco pargo recién traído de la Guaira, rosada pulpa de ternera, gordas hallacas navideñas, y de postre, piñas más dulces que las de la Esmeralda el día de Casacoima, y sabrosas cuajadas y ricos alfandoques de San Mateo. Luego el cacao y la siesta”.

No sé cuánto debemos a la imaginación de Carlos Borges en ese menú, pero lo cierto es que nada en él parece literariamente inverosímil. Si bien echamos de menos las arepas y algún carato, nos parece deliciosa la mención final del cacao y de la siesta, como solemnes referencias cotidianas. Pero me voy a detener en los alfondoques (“alfandoques”, como también se les dice y como escribe el célebre levita) porque allí está la presencia del nobilísimo papelón, hoy arrinconado por la desidia gastronómica que prefiere endulzar de otras maneras o simplemente suprimir las golosinas primordiales. El papelón permitió que la dulcería criolla fuese variada y prodigiosa, llena de alfeñiques, pandehornos, conservas y melcochas. Del caldo de la caña de azúcar, caña criolla, caña de Batavia o caña de Othaity, esta última llegada desde la isla de Trinidad a finales del siglo XVIII, surgió esa generosa manufactura que llegó a la mesa de los Bolívar transformada en alfondoques sobre hojas de plátano, debidamente acompañados de cuajadas, para el deleite de todos los comensales, que según dicen algunos, también fueron grandes aficionados a la torta bejarana.

Muchos banquetes se harían después en honor a quien será el Padre de la Patria, pero de acuerdo con los testimonios de sus edecanes, fue la mesura la característica fundamental que mostró en el momento de afrontarlos. Conocedor de la buena mesa, aunque sobrio en sus ingestas, también Bolívar habría de asumir, junto a los soldados, la lucha por el pan durante los años terribles de la guerra nacional de independencia.

Otro día seguiremos con esta historia. Concluyo ahora, porque, por razones de espacio, mis palabras están ya como papelón en petaca.

¡Y gloria al papelón!

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