lunes, marzo 15, 2010

Lima

El poeta Antonio Cisneros

Amanece en el reino del gran oso hormiguero. Trato de adivinar el paisaje y me imagino que el mar no está tan lejos y que en los parques el silencio está a punto de ser interrumpido por los pájaros. Sé que la iglesia del Pilar se encuentra al lado. Nada más. Estoy en San Isidro y mi memoria busca como puede una página de Mario Vargas Llosa para orientarse. No encuentro mejor mapa que la literatura cuando uno visita una ciudad apenas entrevista o desconocida totalmente. La Habana de Lezama me sirvió un día para guiar al taxista que me llevaba a Trocadero y la de Cabrera Infante para encontrar el sitio exacto donde estuvo alguna vez un solar de la calle Agramonte. A Buenos Aires lo recorrí con Borges hacia todos los puntos cardinales, aunque gozosamente me demorara en el Sur (donde persiste la ominosa presencia del manicomio de Vieytes) y encontrara más placas borgianas en el Norte. Leopoldo Marechal me condujo una mañana entera en Villa Crespo y con Cortázar me asomé a un edificio alucinante de la calle Florida. Ahora estoy en Lima, a quien César Moro, el gran poeta surrealista de La tortuga ecuestre (también fue el profesor de francés de La ciudad y los perros), llamó “la horrible”, en frase que Sebastián Salazar Bondy terminó de hacer famosa y que, en lo personal, espero no me sea dable repetir.

Si bien siempre me da por la literatura y sus fetiches urbanos, esta vez creo que será otro el acicate. Quiero perderme en la ruta de las cevicherías e ir descubriendo esos tesoros con que sueña el vicio nada impune de la gula. La razón es imponente: Lima es una meca gastronómica y por más Eguren y Martín Adán leídos o Vargas Llosa y Bryce Echenique disfrutados, mi “causa” en esta ocasión es la limeña y también la de Chiclayo. Tanta riqueza culinaria no es de balde. La cultura de un país reside también en su cocina y en el caso de la peruana ese alojamiento singular se ha hecho con honores milenarios. Hoy en día son celebradas en todas partes, con razón, las diversas cocinas del Perú. Sé que un movimiento de vanguardia ha tenido mucho que ver en el asunto, pero también sé que una tradición vigorosa que se sustenta en una cultura indígena riquísima, es la base insustituible de ese auge afortunado. Sin las papas que la magia y la tecnología americanas hicieron posibles hace siglos, no habría cultura literaria ni gastronómica en estas tierras de Ayacucho.

Por más que se contradiga a sí mismo, el escorpión termina haciendo uso de su arma letal. Así, antes de emprender el camino trazado (si es que mi trabajo en el Comité Jurídico me lo permite hoy mismo), ya estoy indagando en los poetas peruanos acerca de sus entrañables conexiones con la mesa. Acudo a uno, viejo visitado en sus sextinas: Carlos Germán Belli y a sus versos crudos que hablan del bolo alimenticio. O a Rodolfo Hinostroza (hermano de una de las mejores cocineras del Perú, lo que ya es afirmar), más en los ensayos que en la poesía. Y encuentro otro, cuyo nombre conocí por Gonzalo Ramírez, tan infatigable lector como insigne tragaldabas, todo hay que decirlo. Me refiero al deslumbrante Maurizio Medo (Lima, 1965), quien en un poema titulado Almuerzo familiar recrea minuciosamente la comida de los domingos en su casa de la infancia y avizora, ominoso, lo que a muchos les pasará después: “…comer y dormir solo, sólo contigo, Soledad”. Pero no nos pongamos vallejianos y pensemos más bien en los condumios que nos permiten, como diría Antonio Cisneros, vencer en el combate “a la serpiente,/ al puma, a la gorgona,/ al soldado más fuerte de ese reino/ del gran oso hormiguero”. Y así, termino como empecé, porque ya hay luz en la ciudad de arena.

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