Quevedo, en su admirable Buscón, hablaba de las “muchas dificultades que tienen los hombres para profesar honra y virtudes”. También se refirió a su reverso: las amplias facilidades sociales para el libre ejercicio de la picardía. Por tantas cosas que observamos a diario, pienso que no hemos mejorado mucho desde el siglo de oro hasta ahora. A estas alturas (y temperaturas) de la historia seguimos presenciando la refriega civil de los nacidos, que no tiene reglas de urbanidad ni límites morales. No niego, por supuesto, los actos de resistencia -muchas veces silenciosos- que la nobleza humana sabe oponerle siempre a ese fatídico decurso.
En Venezuela la cultura del petróleo nos sumió en una carrera de “exitismo” tan vertiginosa que no sólo olvidamos sembrar el oro negro, sino también algo más importante: sembrar virtudes y conservar aquellas que habíamos obtenido por legado y tradición. Dejamos a un lado al país decente que alguna vez fuimos y nos entregamos con fruición al cultivo de contravalores. Nos hicimos cómplices, alcahuetas, desconocedores del otro, irresponsables y taimados. Fuimos alejándonos de la tradición ilustrada y descuidamos nuestra formación. Hicimos del proceso educativo una carrera contra reloj para obtener destrezas y diplomas, en perjuicio de las humanidades y la ética. Demarcamos pequeños territorios exclusivos, sembrando diferencias y borrando las líneas nobles que permiten formar comunidad. Poco a poco construimos nuestra propia trampa: la madriguera de Kafka, la cueva inexpugnable que nos protege, pero de la cual, al parecer, no es sencillo salir. Somos ahora prisioneros de nuestras ambiciones de riqueza fácil y de nuestras banalidades. Creamos un país artificial, mientras hacíamos invisible a otro país que crecía –y crece- a nuestro alrededor, éticamente desarmado, con más acicate para la malandanza que para el buen vivir. Todo lo pusimos al servicio de una nefasta ambición de poder y de dinero, sin excluir los supuestos propósitos o ideales “revolucionarios”, que para algunos son apenas un pasaporte para el encumbramiento o el disfrute de prebendas, y no un derrotero filosófico y político. Por fortuna, en la patria se ha activado una fuerza transformadora que exige derechos colectivos, pero también una vida decente.
Hablar de decencia es hablar de una conducta reñida con el engaño, con la simulación y con esa sociedad del espectáculo que todo lo convierte en mercancía, en hecho “noticioso” o en escándalo. Una persona decente no se lleva la mano a la pistola cuando alguien pronuncia la palabra “cultura” ni celebra infamias cometidas contra otros. Los virtuosos reconocen la inteligencia, los saberes, la prudencia, la conciencia crítica (y autocrítica), la cortesía (que a veces es más valiente que la valentía misma) y la solidaridad. Jamás tratarían de menoscabar esos valores colocándolos bajo sospecha, y menos aún, de atropellar a quienes hacen de ellos un digno ejercicio cotidiano. Los indecentes se regodean con la diatriba y no hay golpe bajo, treta o trampa que no propicien o aplaudan cuando se trata de envidiar probidades y cultura. Actúan en cambote y tienen la sed de una jauría. Por fortuna, en Venezuela, los solidarios verdaderos están dejando de hablar a media voz. Nos están recordando que en tiempos de revolución, para decirlo con las palabras inmortales de Rimbaud, también es indispensable “cambiar la vida”. No hay revolución que humanísticamente se precie de serlo que sea compatible con la indecencia.
Feliz semana santa a todos. Y a comer chigüire, cuya carne, más que decente, es prodigiosa.
En Venezuela la cultura del petróleo nos sumió en una carrera de “exitismo” tan vertiginosa que no sólo olvidamos sembrar el oro negro, sino también algo más importante: sembrar virtudes y conservar aquellas que habíamos obtenido por legado y tradición. Dejamos a un lado al país decente que alguna vez fuimos y nos entregamos con fruición al cultivo de contravalores. Nos hicimos cómplices, alcahuetas, desconocedores del otro, irresponsables y taimados. Fuimos alejándonos de la tradición ilustrada y descuidamos nuestra formación. Hicimos del proceso educativo una carrera contra reloj para obtener destrezas y diplomas, en perjuicio de las humanidades y la ética. Demarcamos pequeños territorios exclusivos, sembrando diferencias y borrando las líneas nobles que permiten formar comunidad. Poco a poco construimos nuestra propia trampa: la madriguera de Kafka, la cueva inexpugnable que nos protege, pero de la cual, al parecer, no es sencillo salir. Somos ahora prisioneros de nuestras ambiciones de riqueza fácil y de nuestras banalidades. Creamos un país artificial, mientras hacíamos invisible a otro país que crecía –y crece- a nuestro alrededor, éticamente desarmado, con más acicate para la malandanza que para el buen vivir. Todo lo pusimos al servicio de una nefasta ambición de poder y de dinero, sin excluir los supuestos propósitos o ideales “revolucionarios”, que para algunos son apenas un pasaporte para el encumbramiento o el disfrute de prebendas, y no un derrotero filosófico y político. Por fortuna, en la patria se ha activado una fuerza transformadora que exige derechos colectivos, pero también una vida decente.
Hablar de decencia es hablar de una conducta reñida con el engaño, con la simulación y con esa sociedad del espectáculo que todo lo convierte en mercancía, en hecho “noticioso” o en escándalo. Una persona decente no se lleva la mano a la pistola cuando alguien pronuncia la palabra “cultura” ni celebra infamias cometidas contra otros. Los virtuosos reconocen la inteligencia, los saberes, la prudencia, la conciencia crítica (y autocrítica), la cortesía (que a veces es más valiente que la valentía misma) y la solidaridad. Jamás tratarían de menoscabar esos valores colocándolos bajo sospecha, y menos aún, de atropellar a quienes hacen de ellos un digno ejercicio cotidiano. Los indecentes se regodean con la diatriba y no hay golpe bajo, treta o trampa que no propicien o aplaudan cuando se trata de envidiar probidades y cultura. Actúan en cambote y tienen la sed de una jauría. Por fortuna, en Venezuela, los solidarios verdaderos están dejando de hablar a media voz. Nos están recordando que en tiempos de revolución, para decirlo con las palabras inmortales de Rimbaud, también es indispensable “cambiar la vida”. No hay revolución que humanísticamente se precie de serlo que sea compatible con la indecencia.
Feliz semana santa a todos. Y a comer chigüire, cuya carne, más que decente, es prodigiosa.
1 comentario:
Excelente. Decencia es hoy hasta una mala palabra en la Venezuela de Revolución. Por elitesca. Hay una confusion enorme sobre estos términos que es absurda pero que tiene inescrupulosos beneficiarios...
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