Gaston Bachelard
En uno de sus maravillosos libros sobre los sueños, Bachelard cita a un historiador de los alimentos que propuso sustituir la clásica división de la prehistoria (edad de piedra, edad de bronce, edad de hierro) por grandes etapas culinarias: edad del trigo triturado, edad de la carne hervida y edad de la torta. Acerca de esa adorable propuesta historiográfica formulada por el polaco A. Maurizio, no fue mucho lo que Bachelard informó entonces, porque su interés estaba en decirnos que todos podemos revivir, mediante imágenes, nuestra propia edad de la torta. Volver alguna vez a la cocina de la infancia para observar de nuevo cómo la abuela o la madre, guiadas por el olor, abren el horno y constatan que el pastel está en su punto, es un ejercicio de la memoria que cada uno de nosotros puede disfrutar a su manera. Por mi parte, retorno al momento de los alfeñiques y asisto como siempre al acto de magia del azúcar que aún desafía mi imaginación. Nunca dejo de asombrarme ante la creación culinaria y su enorme poder discursivo, para no hablar de la dimensión educativa que albergan los fogones.
La cocina es un reino inabarcable de afectos, de saberes y de imágenes. Por esa razón, es extraño que algunos científicos la sigan ignorando. Hablar de alimentos, de nutrición o de gustos gastronómicos, sin una mirada atenta a la cocina, es dejar por fuera un espacio fundamental en el que, no sólo puede desvirtuarse la más sólida de las hipótesis, sino comprenderse de manera integral el hecho alimentario. Amputarle la actividad culinaria a la ciencia de los alimentos es cometer algo peor que una negligencia: es propiciar la ignorancia, conducta impropia para quien se presume buscador de la verdad. La investigadora Luce Giard, quien trabajó el tema junto a Michel de Certeau, apuntaba que una de las grandes ausencias en esa obra monumental de Bourdieu que es La Distinción, es, precisamente, la de la cocina. Retornemos nosotros a ella y dejemos a Bourdieu en su elocuente bache.
También ha sido la cocina un lugar para la resistencia cultural y algunas veces para la emancipación. Los estudios acerca de la comida en el Caribe revelan cómo muchos platos que le otorgan actual identidad a esas islas, fueron creación de los esclavos. Al respecto, existe un excelente trabajo de Sidney W. Mintz, (Sabor a comida, sabor a libertad) en el que nos informa que en Haití cuando los esclavos podían prepararse sus alimentos, hacían reaparecer nombres africanos para los diversos platos. De ese modo fue forjándose, en medio del sufrimiento, un patrimonio gastronómico que afinca buena parte de sus raíces en las culturas negras. Memoria, palabra e imaginación convirtieron a la cocina caribeña en un espacio de “poiesis” y en un anuncio de libertad. La cocina también fue cimarrona. No olvidemos que un cocinero haitiano llegó a ser rey, como lo relató magistralmente Alejo Carpentier en esa obra maestra que se llama El reino de este mundo.
En los días de felicidad el mundo es comestible, escribió Bachelard en otro de sus libros sobre la ensoñación. Mucho después podemos comernos los recuerdos de esos días de fiesta y oler las delicias que vienen desde el horno todavía. Mnemósine, le dicen. Otros la llaman, simplemente, cocina.
La cocina es un reino inabarcable de afectos, de saberes y de imágenes. Por esa razón, es extraño que algunos científicos la sigan ignorando. Hablar de alimentos, de nutrición o de gustos gastronómicos, sin una mirada atenta a la cocina, es dejar por fuera un espacio fundamental en el que, no sólo puede desvirtuarse la más sólida de las hipótesis, sino comprenderse de manera integral el hecho alimentario. Amputarle la actividad culinaria a la ciencia de los alimentos es cometer algo peor que una negligencia: es propiciar la ignorancia, conducta impropia para quien se presume buscador de la verdad. La investigadora Luce Giard, quien trabajó el tema junto a Michel de Certeau, apuntaba que una de las grandes ausencias en esa obra monumental de Bourdieu que es La Distinción, es, precisamente, la de la cocina. Retornemos nosotros a ella y dejemos a Bourdieu en su elocuente bache.
También ha sido la cocina un lugar para la resistencia cultural y algunas veces para la emancipación. Los estudios acerca de la comida en el Caribe revelan cómo muchos platos que le otorgan actual identidad a esas islas, fueron creación de los esclavos. Al respecto, existe un excelente trabajo de Sidney W. Mintz, (Sabor a comida, sabor a libertad) en el que nos informa que en Haití cuando los esclavos podían prepararse sus alimentos, hacían reaparecer nombres africanos para los diversos platos. De ese modo fue forjándose, en medio del sufrimiento, un patrimonio gastronómico que afinca buena parte de sus raíces en las culturas negras. Memoria, palabra e imaginación convirtieron a la cocina caribeña en un espacio de “poiesis” y en un anuncio de libertad. La cocina también fue cimarrona. No olvidemos que un cocinero haitiano llegó a ser rey, como lo relató magistralmente Alejo Carpentier en esa obra maestra que se llama El reino de este mundo.
En los días de felicidad el mundo es comestible, escribió Bachelard en otro de sus libros sobre la ensoñación. Mucho después podemos comernos los recuerdos de esos días de fiesta y oler las delicias que vienen desde el horno todavía. Mnemósine, le dicen. Otros la llaman, simplemente, cocina.
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