lunes, mayo 03, 2010

El desayuno de don Francisco


Un Conde-Duque lo detestaba con atrocidad suprema y un Rey, no exento de estulticia, le otorgó el ilustre privilegio del odio. Su desparpajo intelectual y su inmensa cultura, que incluía un conocimiento profundo de la bajeza humana, lo convirtieron en el incordio permanente de las medianías. Ducho en la forja de eficaces invectivas, colmó de elevada mordacidad el Siglo de Oro. Se querelló -venablo va, venablo viene- con otros grandes de su época, a los que se igualaba en valía y en aplomado desacato a esa sandez que hoy llaman “corrección política”. No llegó a envidiar a nadie. Siempre fue él el envidiado. La imbécil sargentería de algún gobierno con sus plumíferos a sueldo, pretendió zaherirle mediante infundios y torpezas. Y no se diga nada de aquellos crótalos cercanos que, creyéndose amparados en el anonimato o en la pseudonimia mostrenca, se delataban en la bastardía de las letrinas -que no letrillas- dejando al desnudo la podredumbre de su encono. Que sigan todos ellos entredevorándose, infelices, en los albañales y volvamos al insigne, jamás rebajado en su grandeza y desdeñoso –como debe ser- de las ruindades.

Lo vemos a la mesa, a la hora puntual del desayuno. La criada le ha servido la bebida de costumbre que él describirá después en una carta como “un compuesto muy ardiente”. Nuestro escritor bebe con fruición inocultable y con pasmoso denuedo un alimento que, según su consejo dietético, ha de tomarse hirviendo, porque “causa más provecho que tibio y frío”. Los pocos datos que nos dará en la carta mencionada, escrita en el convento de San Marcos de León, no parecían suficientes para determinar de qué bebida se trataba. Sin duda, el remitente había jugado al escondite. Más de trescientos años tardamos en saberlo, pues a la academia literaria no le interesaba ni le interesa la gastronomía.

Fue un cocinólogo, cultor de heterodoxias y gulas, el descubridor de la charada del desenfadado estilista. Hablo de Xavier Domingo, quien armado de imaginación y de saberes, dio con el enigma. El compuesto no era otra cosa que una bebida americana de los dioses: chocolate. Nos informa Domingo que en el siglo XVII se produjo una reyerta teológico-alimentaria acerca de si el chocolate rompía o no el ayuno eclesiástico. La ortodoxia dictaminó que sí. Esa sentencia, unida a la conseja de las propiedades afrodisíacas, rodeó de velos, en las mesas conventuales, el consumo del sabrosísimo caldo. Tal vez fue esa la razón por la que el conceptista madrileño jugó con la retórica que amaba y se dio el gusto de escribir cifradamente su adicción al chocolate con ámbar (de allí lo de compuesto), sin dar señales de estar quebrantando un interdicto. Otros cabos ató Xavier Domingo para dar con la verdad. Algunos años antes de la carta, el autor había escrito sobre “los diablos” de América y en una frase imborrable reveló sus pecaminosas “debilidades” : “…llegaron el diablo del Tabaco y el diablo del Chocolate, que, aunque yo lo sospechaba, nunca los tuve por diablos del todo”. Eso, y el hecho cierto de que en su época era usual beberlo hirviendo, o con ámbar, por su carácter estimulante, redondean la sagacidad argumental con que don Xavier afirma de manera rotunda que era chocolate el suntuoso desayuno cotidiano de Quevedo.

Sigamos bebiendo chocolate a discreción y leyendo divinamente a don Francisco de Quevedo y Villegas, quien según Borges, fue “menos un hombre que una dilatada y compleja literatura”, lo que ya es decir (y admirar).

2 comentarios:

Antonio Gámez dijo...

Biscuter,

Maravilloso, exquisito post...

Un abrazo desde Mérida!

Biscuter dijo...

Antonio, gracias por tu visita y tu adhesión.

Un abrazo