En los últimos meses conversar con ella era hacer el recuento de viejas alegrías, vividas por uno mismo o heredadas a través de sus míticos relatos. Era irse para la casa de la 17 a regar amorosamente la uña de danta del jardincito que estaba frente a la cocina o viajar hasta El Tocuyo, donde una vez más le regalaría el vestido sin estrenar de mi abuela Ana a una pordiosera harapienta que un día tocó la puerta de su casa en la Fraternidad. Los recuerdos se agolpaban esperando algún detalle imprescindible que ella agregaría con su gracia prodigiosa.
A veces era sólo el saludo de la niña distraída que dijo “Adiós, pues” cuando respondió a la mención de su nombre en la lista de la escuela. A veces era sólo el olor de unas flores en el cuarto o el poema perdido en el que Angel María afirmaba que “la espiritualidad no se pinta” y que para pintarla a ella hacían falta unos pinceles imposibles. A veces era sólo un pregón, un desayuno o un personaje de su pueblo que atravesaba como un rayo la memoria.
Una tarde fuimos a un acto de graduación de bachilleres en el Teatro Juares. Era un sábado lluvioso del año 64. Aplaudimos con entusiasmo a los padrinos de promoción y a los jóvenes parientes que recibieron su título ese día. Salimos felices. Caminamos tres cuadras y entramos al legendario restaurante de carnes de la 24. ¡Con qué deleite y dedicación se comió ella las famosas arepas rellenas de don Juan! Fue una fiesta verla comer así. También lo era verla servir su sabroso hervido de gallina los domingos al poeta Castellanos o al profesor Giménez y darse el gusto inmenso de agradar a los invitados. El oficio de servir lo ejercía con plenitud ceremoniosa. Había sido la bella reina de los estudiantes y pasó a ser la guardiana fiel y entregada, la cuidadora de mi padre y de sus cuatro hijos. Así nos transfirió el noble sentido de la dignidad doméstica.
No se esmeró en la costura. Tenía una máquina de coser que mi hermana Elsy y yo usamos para jugar, mucho más que ella para aplicarse a los cortes de batista, de lino o de organdí que mi padre le traía. Esa máquina fue locomotora, nave espacial, carro de carrera o pequeña casa para nuestra imaginación arrebatada. Tal vez los inolvidables trajes con la estampa de burritos, que mi hermana mayor y yo tuvimos en nuestra infancia, salieron de una efímera fiebre costurera de mi madre. Lo cierto es que mucho más se dedicó a otra máquina: la de escribir. Aprendió a hacerlo con habilidad profesional y yo me aproveché de su método para convertirme en temprano mecanógrafo. Ella salió a la calle a trabajar y a compartir con Castillo (así llamaba a mi padre) los gastos de la casa. Redobló sus obligaciones y nunca sustituyó una por otra. Se hizo dueña de nuevos espacios, sin estridencia alguna, haciendo de niña eterna a veces, pero muchas más de guía sabia y comprensiva. Levantó casa y sembró en ella su hermoso regocijo. Verla disfrazada en unas fotos, con las amigas claretianas de Nueva Segovia, es leer la novela familiar del júbilo.
Escribo esto poco antes de ir a despedirla. Siento ahora que mi madre nos ha legado un gran sosiego. Eso es mucho y no sé cómo pagarlo.
A veces era sólo el saludo de la niña distraída que dijo “Adiós, pues” cuando respondió a la mención de su nombre en la lista de la escuela. A veces era sólo el olor de unas flores en el cuarto o el poema perdido en el que Angel María afirmaba que “la espiritualidad no se pinta” y que para pintarla a ella hacían falta unos pinceles imposibles. A veces era sólo un pregón, un desayuno o un personaje de su pueblo que atravesaba como un rayo la memoria.
Una tarde fuimos a un acto de graduación de bachilleres en el Teatro Juares. Era un sábado lluvioso del año 64. Aplaudimos con entusiasmo a los padrinos de promoción y a los jóvenes parientes que recibieron su título ese día. Salimos felices. Caminamos tres cuadras y entramos al legendario restaurante de carnes de la 24. ¡Con qué deleite y dedicación se comió ella las famosas arepas rellenas de don Juan! Fue una fiesta verla comer así. También lo era verla servir su sabroso hervido de gallina los domingos al poeta Castellanos o al profesor Giménez y darse el gusto inmenso de agradar a los invitados. El oficio de servir lo ejercía con plenitud ceremoniosa. Había sido la bella reina de los estudiantes y pasó a ser la guardiana fiel y entregada, la cuidadora de mi padre y de sus cuatro hijos. Así nos transfirió el noble sentido de la dignidad doméstica.
No se esmeró en la costura. Tenía una máquina de coser que mi hermana Elsy y yo usamos para jugar, mucho más que ella para aplicarse a los cortes de batista, de lino o de organdí que mi padre le traía. Esa máquina fue locomotora, nave espacial, carro de carrera o pequeña casa para nuestra imaginación arrebatada. Tal vez los inolvidables trajes con la estampa de burritos, que mi hermana mayor y yo tuvimos en nuestra infancia, salieron de una efímera fiebre costurera de mi madre. Lo cierto es que mucho más se dedicó a otra máquina: la de escribir. Aprendió a hacerlo con habilidad profesional y yo me aproveché de su método para convertirme en temprano mecanógrafo. Ella salió a la calle a trabajar y a compartir con Castillo (así llamaba a mi padre) los gastos de la casa. Redobló sus obligaciones y nunca sustituyó una por otra. Se hizo dueña de nuevos espacios, sin estridencia alguna, haciendo de niña eterna a veces, pero muchas más de guía sabia y comprensiva. Levantó casa y sembró en ella su hermoso regocijo. Verla disfrazada en unas fotos, con las amigas claretianas de Nueva Segovia, es leer la novela familiar del júbilo.
Escribo esto poco antes de ir a despedirla. Siento ahora que mi madre nos ha legado un gran sosiego. Eso es mucho y no sé cómo pagarlo.
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