Clarice Lispector
Ocurrió inexorablemente lo que mi amigo Félix Valderrama me anunció la semana pasada: apareció Clarice Lispector en mi habitación de Leblón. Apareció anoche, mientras leía los periódicos comprados en la mañana y bebía batido de pitanga. Una noticia de la fiesta literaria de Paraty refería la presencia de su nuevo biógrafo, el joven escritor norteamericano Benjamin Moser, quien al cambiarse un día de curso de idioma (de mandarín a portugués) accedió atónito al descubrimiento de esta singular brasileña nacida en Ucrania, cuya intrigante y rigurosa obra posee desde hace tiempo un merecido reconocimiento universal.
Clarice Lispector, judía y heterodoxa, como su biógrafo reciente, vino anoche a hablarme de comida. Antes, salí y caminé las dos cuadras que me separan de la librería Argumento, para traerme Revelación de un mundo, un libro de crónicas que lo es también de memorias, de reflexiones y de confidencias. Instalado de nuevo en la habitación leí un texto del año 1969 en el que la escritora de Recife narra cómo un día se moría de aburrimiento en una casa a la que su familia había sido invitada a almorzar por la dueña. Clarice y sus hermanas se lamentaban de estar perdiendo de esa manera tan triste un día sábado. Ni siquiera tenían hambre y el tedio era largo y hostigante. Pero se dio el milagro culinario o la magia de la poesía gastronómica que transforma la rutina en maravillas. Fueron llamados todos a la mesa y he aquí lo que pasó:
“No podía ser para nosotros... Era una mesa para hombres de buena voluntad. ¿Quién sería el invitado realmente esperado y que no había venido? Pero éramos nosotros mismos. ¿Entonces aquella mujer daba lo mejor, no importaba a quién? (…). Cohibidos, mirábamos”.
A partir de tan fulminante epifanía, no hubo más nada en el mundo que esa mesa portentosa. Clarice Lispector asistió a una escena de La fiesta de Babette, como yo y… como ustedes, porque ahora compartirán con ella ese prodigio:
“Era un vivir que no había pagado de antemano con el sufrimiento de la espera, hambre que nace cuando la boca ya está cerca de la comida. Porque ahora teníamos hambre, hambre entera que abrigaba el todo y las migajas. Quien bebía vino, con los ojos tomaba cuenta de la leche. Quien, lento, bebió leche, sintió el vino que el otro bebía. Allá afuera Dios en las acacias. Que existían. Comíamos. Como quien da agua al caballo. La carne trinchada fue distribuida. La cordialidad era ruda y rural. Nadie habló mal de nadie porque nadie habló bien de nadie. Era una reunión de cosecha, se dio una tregua incluso a las nostalgias. Comíamos… Comí con la honestidad de quien no engaña lo que come: comí aquella comida, no su nombre. Nunca Dios fue tomado por lo que Él es. La comida, decía, ruda, feliz, austera: come, come y reparte. Todo aquello me pertenecía, aquélla era la mesa de mi padre. Comí sin ternura, comí sin la pasión de la piedad. Y sin ofrecerme a la esperanza. Comí sin ninguna nostalgia. Y yo bien valía aquella comida. Porque no siempre puedo ser la guarda de mi hermano, y no puedo ser mi guarda, ah no me quiero más: no quiero formar la vida porque la existencia ya existe. Existe como un suelo donde todos nosotros avanzamos. Sin una palabra de amor. Sin una palabra. Pero tu placer entiende el mío. Somos fuertes y comemos. Pan es amor entre extraños.”
Después de eso, ¿quién puede atreverse a una maldad?
Clarice Lispector, judía y heterodoxa, como su biógrafo reciente, vino anoche a hablarme de comida. Antes, salí y caminé las dos cuadras que me separan de la librería Argumento, para traerme Revelación de un mundo, un libro de crónicas que lo es también de memorias, de reflexiones y de confidencias. Instalado de nuevo en la habitación leí un texto del año 1969 en el que la escritora de Recife narra cómo un día se moría de aburrimiento en una casa a la que su familia había sido invitada a almorzar por la dueña. Clarice y sus hermanas se lamentaban de estar perdiendo de esa manera tan triste un día sábado. Ni siquiera tenían hambre y el tedio era largo y hostigante. Pero se dio el milagro culinario o la magia de la poesía gastronómica que transforma la rutina en maravillas. Fueron llamados todos a la mesa y he aquí lo que pasó:
“No podía ser para nosotros... Era una mesa para hombres de buena voluntad. ¿Quién sería el invitado realmente esperado y que no había venido? Pero éramos nosotros mismos. ¿Entonces aquella mujer daba lo mejor, no importaba a quién? (…). Cohibidos, mirábamos”.
A partir de tan fulminante epifanía, no hubo más nada en el mundo que esa mesa portentosa. Clarice Lispector asistió a una escena de La fiesta de Babette, como yo y… como ustedes, porque ahora compartirán con ella ese prodigio:
“Era un vivir que no había pagado de antemano con el sufrimiento de la espera, hambre que nace cuando la boca ya está cerca de la comida. Porque ahora teníamos hambre, hambre entera que abrigaba el todo y las migajas. Quien bebía vino, con los ojos tomaba cuenta de la leche. Quien, lento, bebió leche, sintió el vino que el otro bebía. Allá afuera Dios en las acacias. Que existían. Comíamos. Como quien da agua al caballo. La carne trinchada fue distribuida. La cordialidad era ruda y rural. Nadie habló mal de nadie porque nadie habló bien de nadie. Era una reunión de cosecha, se dio una tregua incluso a las nostalgias. Comíamos… Comí con la honestidad de quien no engaña lo que come: comí aquella comida, no su nombre. Nunca Dios fue tomado por lo que Él es. La comida, decía, ruda, feliz, austera: come, come y reparte. Todo aquello me pertenecía, aquélla era la mesa de mi padre. Comí sin ternura, comí sin la pasión de la piedad. Y sin ofrecerme a la esperanza. Comí sin ninguna nostalgia. Y yo bien valía aquella comida. Porque no siempre puedo ser la guarda de mi hermano, y no puedo ser mi guarda, ah no me quiero más: no quiero formar la vida porque la existencia ya existe. Existe como un suelo donde todos nosotros avanzamos. Sin una palabra de amor. Sin una palabra. Pero tu placer entiende el mío. Somos fuertes y comemos. Pan es amor entre extraños.”
Después de eso, ¿quién puede atreverse a una maldad?
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