domingo, agosto 22, 2010

Divagaciones sobre la pastela


Comienzo a escribir este artículo sin estar muy seguro del tema que abordaré. Había pensado referirme a la sabrosísima pastela que comí el jueves pasado y cuya excelencia no tiene parangón entre los buenos platos que he disfrutado verdadera y plenamente en mucho tiempo. Hablo de “disfrute pleno” porque incluyo momento idóneo, comensales propicios, música y chercha de postín. Si me decidiese a hacerlo mencionaría la riqueza cultural de la cocina marroquí y le rendiría honores a esa maravilla andaluza que se llevaron los moros al norte de Africa, para convertirla en el buque insignia de sus mesas más fastuosas. Tendría, además, la perfecta ocasión de arrimar la brasa para mi sardina literaria y mencionar a Angel Vázquez, autor de una formidable novela llamada La vida perra de Juanita Narboni (1976), que fue llevada al cine no hace tanto y elogiada en su momento por Eduardo Haro Tecglen, a quien debo, por cierto, el conocimiento de este interesante escritor español de Tánger. Me dejaría llevar por la atmósfera legendaria de la ciudad y convocaría la presencia de otros referentes no menos atractivos, para acompañar la imagen “maldita” de Vázquez, quien se llamó a sí mismo “homosexual, alcohólico, drogado y cleptómano”.


Ubicado en el Magreb, no perdería la oportunidad de hacerle algún guiño a Casablanca o de buscar la manera de traer a colación una cita de Juan Goytisolo o de comentar que Angel Vázquez se echaba palos con William Burroughs y con los esposos Bowles en un bar parecido al que Bogart tenía en el adorable filme de Michael Curtiz. En fin, la pastela me serviría de excusa para uno de esos viajes retóricos que tanto me agradan, pero la tentación lúdica tendría sus límites. Retornaría entonces a explicar que tanto la pastela como Juanita Narboni son expresiones de la enorme diversidad marroquí y representan el esplendor de un territorio donde el árabe, el yaquetía y el castellano dialogan y se enriquecen entre sí. Diría que la pastela es un compendio perfecto de olores, sabores y texturas o la más sublime combinación de las especias. Puesto a recordar la que comí, declararía mi inepcia para describirla, ahorrándole al lector tropos forzados o lugares comunes de la jerga gastronómica. Informaría sumariamente que se trataba de una versión elaborada por Cuchi, quien a falta de pichones usó pollo y desplegó –como siempre- su portentoso talento culinario, digno de platos con tanto linaje como éste. Agregaría que las hojas de masa filo puestas en un molde las rellenó con un pollo guisado con muchas cebollas y especias (canela, jengibre, cúrcuma, azafrán), cubriendo todo con almendras tostadas y nevazúcar. Desde luego, recordaría que no faltaron las imprescindibles gotas de agua de azahar, como la tradición indica.


Podría añadir, para no omitir precisiones terminológicas, que la pastela también se llama “bastela” y que algunos recetarios masculinizan el género y escriben “el bastela”, para horror seguramente de los “lectores y lectoras” acostumbrados a la ridícula manía de atribuirle sexo a las palabras.


Y hasta aquí el ejercicio de pensar en voz alta el tema de este artículo que no doy por escrito, debido al enorme respeto que le profeso a la cocina de Marruecos, sobre la cual apenas me atrevo a divagar o a hacerle, como hoy, coco a los amigos con la delicia suprema de la pastela.

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