lunes, noviembre 08, 2010

Conucos bicentenarios


No dejemos que el bicentenario de la “Venezuela heroica” nos oculte el otro bicentenario: el de la Venezuela diezmada por la guerra y las hambrunas, cuyas secuelas se prolongaron largamente hasta enlazarse con los letales efectos de la tormenta federal. Ejercer con sobriedad la admiración que, por encima de justas y necesarias revisiones críticas, merecen holgadamente algunos de los libertadores, no excluye el deber de conmemorar el drama que el pueblo, “en armas” o no, vivió durante los terribles años de la emancipación. La cruenta guerra nacional de independencia fue también un proceso cuyos platos rotos los pagó el “pueblo inerme”, cuya invisible presencia no ha sido registrada en las epopeyas de la historia patria, ni es convocada, por supuesto, a ritual alguno de celebración bicentenaria, a pesar del aporte que esos hombres anónimos le hicieron a la gesta liberadora desde sus milagrosos conucos. Y voy al grano con una cita luminosa que me dispensa de especulaciones y rodeos. La tomo de la inagotable Geografía del poblamiento venezolano en el siglo XIX, del maestro Pedro Cunill Grau: “…son abundantes los cultivos de subsistencia del maíz, arroz, frijoles y tubérculos emplazados en pequeños conucos de esclavos o gente libre pobre. Estos policultivos menores, en algunos casos comerciales en sus excedentes en tráficos hacia comarcas y poblados cercanos, pueden resistir mucho mejor que los cultivos comerciales los rigores de la Guerra de la Emancipación”. Citando a O´Leary y a algún documento de la Gazeta de Caracas, Cunill nos informa del asombro que le causaba a los testigos de las destructivas irrupciones de Rosete, la salvación de los conucos. Mientras haciendas enteras, abandonadas por sus dueños, fueron arrasadas por la perversidad de los realistas, fue mucho el conuco, con “el pobre en su choza”, que se mantuvo intacto. “Yo no sé de donde sale tanto maíz, arroz, frijoles, puercos, gallinas, etc. Yo creía esto absolutamente desolado, y sin recurso alguno”, dirá alguien al ver cómo llegaba a la hambrienta Caracas una inmensa cantidad de productos conuqueriles, después de los saqueos inclementes a que habían sido sometidos los latifundios del centro del país. Podríamos decir, entonces, que el conuco, de algún modo, también hizo la guerra de independencia.

La hizo, igualmente, la carne del llanero, como lo testimonió el gran José Antonio Páez (por cierto, el único presidente venezolano que nos ha legado una autobiografía). Hablando de sus “centauros” dijo: “...ellos no necesitan de tantas comodidades en campaña y se alimentan tan sólo de carne, sin pan, ni sal, ni otro condimento… Así es que cuando consiguen cualquiera de dichos artículos se dan completamente por satisfechos”. Otros soldados, menos curtidos que los llaneros de Páez en las penurias cotidianas, desesperados por el hambre, ingerían cuanta yerba encontrasen en su camino. Aparte de las malas condiciones de almacenamiento, la ingesta equivocada fue uno de los motivos de las frecuentes intoxicaciones alimentarias del ejército patriota. También lo fue el consumo de yuca amarga, que terminó sirviendo para que los reclutas lo emplearan como treta: al comerla se enfermaban y eran enviados al hospital. Por esa razón, Santiago Mariño emitió la orden de que a la persona a la que le encontraren yuca en su avío se le debían propinar veinticinco palos y que si llegaba a enfermarse, se le aplicara la pena de muerte luego de su curación. Como se sabe, la disciplina de la guerra se aviene bien con la crueldad.

No olvidemos a la Venezuela que hizo y sufrió la gesta emancipadora. Ella produjo esta copla para aguantar sus ayunos:

Mi mama se llama arepa
y mi taita maíz tostado;
miren las horas que son
y no me he desayunado.

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