Margo Glantz
Debo a la conjunción de un ajoblanco y de un préstamo de libros el descubrimiento de Margo Glantz. El hecho ocurrió en Mérida, hará unos catorce años. Julio Miranda me había invitado a su casa para hablar de literatura y soñar con una revista que haríamos a cuatro manos. Julio se demoraba en la preparación del ajoblanco, mientras hacía divertidos comentarios sobre los muchos libros que yo le había prestado. Fue entonces cuando se le ocurrió que debía llevarme de su biblioteca (no en préstamo, sino de regalo) varios volúmenes. De ese modo, él ganaría espacio para sus libros y yo daría alivio a los males de bibliópata que el mismo Julio comenzaba por ese tiempo a atribuirme con evidente “injusticia”. Bajó varios títulos y uno de ellos cayó al suelo. Lo recogí. Eran las Apariciones, de Margo Glantz, a quien desconocía por completo. "Llévate ese también", me dijo Julio. Y eso hice, junto con unos quince libros más. El ajoblanco resultó deliciosamente memorable y del proyecto de revista nada quedó en claro, salvo que llamaríamos también a Silda Cordoliani. Ya en el apartamento de mi hija revisé los volúmenes que Julio me había dado. Empecé por el de Margo Glantz y me percaté de que tenía una dedicatoria de la autora: "Para Julito, después de un gran silencio, pero con el mismo cariño. Margo. 10-3-96". Con voracidad, con un enorme gusto leí esa historia de amor. Desde esa ocasión busco todo lo que Margo Glantz escribe. Me agrada su modo de alternar la memoria perdida de las cosas con la avasallante presencia de la actualidad más nimia. Me atrapa Nora García, su alter ego en novelas y cuentos, una chelista, para más señas, que anda oronda por la vida con zapatos de Ferragamo o que en el majestuoso Teatro Colón de Buenos Aires se conmueve escuchando a Barenboim en la sonata número 13 de Beethoven, mientras piensa en Jacqueline du Pré y en su esclerosis múltiple. Me gustan también sus aficiones culinarias y el enorme afecto que le ha profesado a la vieja cocina judía de sus mayores. Precisamente, a esa Margo Glantz es a quien estoy convocando esta mañana, para celebrar el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances que le entregarán en Guadalajara a finales de noviembre.
Hija de judíos rusos, esta mexicanísima escritora es una profunda conocedora de Sor Juana Inés de la Cruz. Por ella sabe que las mujeres son capaces de forjarse una certera filosofía de la cocina que envidiaría hasta Aristóteles. En uno de sus libros más hermosos y queridos, Las genealogías, Margo Glantz conversa largamente con sus padres y recrea la mesa de la casa, pero también la del restaurante que tenían en la Zona Rosa, el Carmel, un sitio privilegiado para el encuentro de intelectuales y artistas y para el goce de diversos strudels y de bolitas de matzhe mel. Con palabras amables y recuerdos que fulguran la autora escribe cuanto sigue: “Sin cocina no hay pueblo. Sin pan nuestro de cada día tampoco. Por eso dice Bernal Díaz refiriéndose a la tortilla ´el pan de maíz que ellos hacían´. Me lo sé de memoria y casi puedo decir que por mis venas corre harina, pero eso pertenece a otro costal, al del Carmel, donde había unos bocaditos de chocolate, por dentro y por fuera como los ataúdes, amenizados con nueces y con un licor que los empapaba y que bien podía ser coñac o ron. Yo les llamaba orgasmos. No lloro, nomás me acuerdo”.
Margo le preguntó un día a su madre cómo se hacían los gribelaj. Esta fue la respuesta:
Los gribelaj son de grasa de pollo, se corta en pedazos, se pone en lumbre con un poco de sal y cuando se empieza a dorar se pone la cebolla, se fríe tantito, se sacan los gribelaj tostaditos y se comen y ya.
Al Carmel llegaba Pita Amor con joyas y vestidos rasgados a comprar cuernitos de nuez. A Las genealogías de Margo Glantz llegamos escoteros los lectores a comer literatura de la buena.
Debo a la conjunción de un ajoblanco y de un préstamo de libros el descubrimiento de Margo Glantz. El hecho ocurrió en Mérida, hará unos catorce años. Julio Miranda me había invitado a su casa para hablar de literatura y soñar con una revista que haríamos a cuatro manos. Julio se demoraba en la preparación del ajoblanco, mientras hacía divertidos comentarios sobre los muchos libros que yo le había prestado. Fue entonces cuando se le ocurrió que debía llevarme de su biblioteca (no en préstamo, sino de regalo) varios volúmenes. De ese modo, él ganaría espacio para sus libros y yo daría alivio a los males de bibliópata que el mismo Julio comenzaba por ese tiempo a atribuirme con evidente “injusticia”. Bajó varios títulos y uno de ellos cayó al suelo. Lo recogí. Eran las Apariciones, de Margo Glantz, a quien desconocía por completo. "Llévate ese también", me dijo Julio. Y eso hice, junto con unos quince libros más. El ajoblanco resultó deliciosamente memorable y del proyecto de revista nada quedó en claro, salvo que llamaríamos también a Silda Cordoliani. Ya en el apartamento de mi hija revisé los volúmenes que Julio me había dado. Empecé por el de Margo Glantz y me percaté de que tenía una dedicatoria de la autora: "Para Julito, después de un gran silencio, pero con el mismo cariño. Margo. 10-3-96". Con voracidad, con un enorme gusto leí esa historia de amor. Desde esa ocasión busco todo lo que Margo Glantz escribe. Me agrada su modo de alternar la memoria perdida de las cosas con la avasallante presencia de la actualidad más nimia. Me atrapa Nora García, su alter ego en novelas y cuentos, una chelista, para más señas, que anda oronda por la vida con zapatos de Ferragamo o que en el majestuoso Teatro Colón de Buenos Aires se conmueve escuchando a Barenboim en la sonata número 13 de Beethoven, mientras piensa en Jacqueline du Pré y en su esclerosis múltiple. Me gustan también sus aficiones culinarias y el enorme afecto que le ha profesado a la vieja cocina judía de sus mayores. Precisamente, a esa Margo Glantz es a quien estoy convocando esta mañana, para celebrar el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances que le entregarán en Guadalajara a finales de noviembre.
Hija de judíos rusos, esta mexicanísima escritora es una profunda conocedora de Sor Juana Inés de la Cruz. Por ella sabe que las mujeres son capaces de forjarse una certera filosofía de la cocina que envidiaría hasta Aristóteles. En uno de sus libros más hermosos y queridos, Las genealogías, Margo Glantz conversa largamente con sus padres y recrea la mesa de la casa, pero también la del restaurante que tenían en la Zona Rosa, el Carmel, un sitio privilegiado para el encuentro de intelectuales y artistas y para el goce de diversos strudels y de bolitas de matzhe mel. Con palabras amables y recuerdos que fulguran la autora escribe cuanto sigue: “Sin cocina no hay pueblo. Sin pan nuestro de cada día tampoco. Por eso dice Bernal Díaz refiriéndose a la tortilla ´el pan de maíz que ellos hacían´. Me lo sé de memoria y casi puedo decir que por mis venas corre harina, pero eso pertenece a otro costal, al del Carmel, donde había unos bocaditos de chocolate, por dentro y por fuera como los ataúdes, amenizados con nueces y con un licor que los empapaba y que bien podía ser coñac o ron. Yo les llamaba orgasmos. No lloro, nomás me acuerdo”.
Margo le preguntó un día a su madre cómo se hacían los gribelaj. Esta fue la respuesta:
Los gribelaj son de grasa de pollo, se corta en pedazos, se pone en lumbre con un poco de sal y cuando se empieza a dorar se pone la cebolla, se fríe tantito, se sacan los gribelaj tostaditos y se comen y ya.
Al Carmel llegaba Pita Amor con joyas y vestidos rasgados a comprar cuernitos de nuez. A Las genealogías de Margo Glantz llegamos escoteros los lectores a comer literatura de la buena.
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