Mariano Picón Salas
Nuestro mayor ensayista, en su afán de comprender a Venezuela, nos legó también algunas páginas enjundiosas y radiantes sobre la arepa. Era imposible que a Mariano Picón Salas se le escapara la comprensión de un componente cultural tan importante como el gastronómico. Además de leer con pasión las líneas y entrelíneas de la patria, gustó de sus mesas y averiguó en los fogones los viejos conjuros de la tierra. Su prosa, que conocía lo que Guillermo Sucre llamó “el don de la mesura”, es uno de los aportes más amables que Venezuela le ha dado a la literatura escrita en español.
Picón Salas recorrió nuestra geografía espiritual y tomó de ella el aliento indispensable para llamarnos a la concordia en épocas en que la crispación parecía derrotarnos. Tanto el olor de la sarrapia en Caicara del Orinoco, como el sabor de las arepas con queso paramero de la negra Josefa en Motatán, podían ser punto del cordial encuentro. También podía serlo un viejo recetario del siglo XIX. Y es éste, por cierto, el motivo que hoy nos ha llevado a convocar al ilustre merideño. Picón Salas lo reseñó en 1954 y como se limitó a decir que lo había recibido de una anónima “viejecilla nonagenaria”, no sabemos si el manuscrito fue editado alguna vez o si se encuentra en el valioso archivo del Centro de Estudios Gastronómicos (CEGA), reunido y cuidado con esmero ejemplar por José Rafael Lovera. Lo cierto es que ese cuaderno de recetas le permitió a don Mariano un goloso paseo por la repostería decimonónica de Caracas. Comentó de entrada la curiosa inclusión de una coquetería: un menjurje para refrescar el rostro de las caraqueñas (“Se hierve un litro de agua con medio de ácido bórico. Después que está frío, se le vierte medio real de óxido de cinc, una cucharadita –no muy llena- de tintura de benjuí y un poquito de glicerina. Se decanta y se usa”). A Picón Salas le fascinó “el parsimonioso empleo” del verbo “decantar”. Casi confesó que hizo la cita por el agrado inmenso que le produjo la referencia a la desusada decantación. El sagaz ensayista no perdió tiempo y con sabia perspicacia extrajo del vocablo una enseñanza que tiene hoy tanta o más beligerancia que entonces. La copio: “…si algo falta en estos días, extremadamente derrochadores, comprometidos y nerviosos, es la paciencia para ´decantar´. Nadie decanta nada: ni las soluciones para refrescar el rostro ni las ideas para esclarecer la cabeza”. La dejó ahí. Que se decante.
Antes de pasar a la cocina, la autora del recetario quiso detenerse en otras artes caseras de su tiempo. Además de la cosmética, como ya vimos, dedicó unas notas a la técnica para fabricar y colorear flores de pasta. No lo dice, pero uno puede imaginarlo. Esta vez a Picón Salas le agradó la palabra final de la fórmula para hacer flores: “…Se forman las flores, pétalo a pétalo, pegándolos con agua de cola gruesa. Después de pegados, se pintan a gusto, se dejan secar y se les da ´charol´”. La época del brillo oratorio, de la charada y del soneto, sin duda, se avenía con el barniz.
Los nombres de algunas tortas y manjares le recordaron a Picón Salas los aires románticos de la época (su artículo se titula, precisamente, Cocina romántica). Elementos seráficos y diabólicos abundan en el manuscrito coquinario. Así, nos toparemos en él con “melindres”, “pastillas de señorita”, “ponqué violeta”, “rosa piña”, “rosquete de olor”, “bizcocho de espuma”, pero también con una “manzana infernal” y con un “ponque negro”, que el ensayista asocia enseguida con un poema del levita Carlos Borges. Dionisos no faltará a la cita y una “crema báquica” embriagará la fiesta.
Barroca como la hallaca, califica Picón Salas a la especiada “torta caraqueña”, cuya receta no cita, pero nos hace coco con la enumeración de sus ingredientes: almendras, malvasía, huevos, leche, mantequilla, plátanos, azúcar, clavo y canela. El deleite por los olores, por las palabras, por la belleza oculta de los utensilios, por el fulgor de la cocina, por los tiempos literariamente recobrados, tiene su lugar consagratorio en la escritura serena y lúcida de Mariano Picón Salas, quien también supo comprender a la Venezuela gastronómica.
Picón Salas recorrió nuestra geografía espiritual y tomó de ella el aliento indispensable para llamarnos a la concordia en épocas en que la crispación parecía derrotarnos. Tanto el olor de la sarrapia en Caicara del Orinoco, como el sabor de las arepas con queso paramero de la negra Josefa en Motatán, podían ser punto del cordial encuentro. También podía serlo un viejo recetario del siglo XIX. Y es éste, por cierto, el motivo que hoy nos ha llevado a convocar al ilustre merideño. Picón Salas lo reseñó en 1954 y como se limitó a decir que lo había recibido de una anónima “viejecilla nonagenaria”, no sabemos si el manuscrito fue editado alguna vez o si se encuentra en el valioso archivo del Centro de Estudios Gastronómicos (CEGA), reunido y cuidado con esmero ejemplar por José Rafael Lovera. Lo cierto es que ese cuaderno de recetas le permitió a don Mariano un goloso paseo por la repostería decimonónica de Caracas. Comentó de entrada la curiosa inclusión de una coquetería: un menjurje para refrescar el rostro de las caraqueñas (“Se hierve un litro de agua con medio de ácido bórico. Después que está frío, se le vierte medio real de óxido de cinc, una cucharadita –no muy llena- de tintura de benjuí y un poquito de glicerina. Se decanta y se usa”). A Picón Salas le fascinó “el parsimonioso empleo” del verbo “decantar”. Casi confesó que hizo la cita por el agrado inmenso que le produjo la referencia a la desusada decantación. El sagaz ensayista no perdió tiempo y con sabia perspicacia extrajo del vocablo una enseñanza que tiene hoy tanta o más beligerancia que entonces. La copio: “…si algo falta en estos días, extremadamente derrochadores, comprometidos y nerviosos, es la paciencia para ´decantar´. Nadie decanta nada: ni las soluciones para refrescar el rostro ni las ideas para esclarecer la cabeza”. La dejó ahí. Que se decante.
Antes de pasar a la cocina, la autora del recetario quiso detenerse en otras artes caseras de su tiempo. Además de la cosmética, como ya vimos, dedicó unas notas a la técnica para fabricar y colorear flores de pasta. No lo dice, pero uno puede imaginarlo. Esta vez a Picón Salas le agradó la palabra final de la fórmula para hacer flores: “…Se forman las flores, pétalo a pétalo, pegándolos con agua de cola gruesa. Después de pegados, se pintan a gusto, se dejan secar y se les da ´charol´”. La época del brillo oratorio, de la charada y del soneto, sin duda, se avenía con el barniz.
Los nombres de algunas tortas y manjares le recordaron a Picón Salas los aires románticos de la época (su artículo se titula, precisamente, Cocina romántica). Elementos seráficos y diabólicos abundan en el manuscrito coquinario. Así, nos toparemos en él con “melindres”, “pastillas de señorita”, “ponqué violeta”, “rosa piña”, “rosquete de olor”, “bizcocho de espuma”, pero también con una “manzana infernal” y con un “ponque negro”, que el ensayista asocia enseguida con un poema del levita Carlos Borges. Dionisos no faltará a la cita y una “crema báquica” embriagará la fiesta.
Barroca como la hallaca, califica Picón Salas a la especiada “torta caraqueña”, cuya receta no cita, pero nos hace coco con la enumeración de sus ingredientes: almendras, malvasía, huevos, leche, mantequilla, plátanos, azúcar, clavo y canela. El deleite por los olores, por las palabras, por la belleza oculta de los utensilios, por el fulgor de la cocina, por los tiempos literariamente recobrados, tiene su lugar consagratorio en la escritura serena y lúcida de Mariano Picón Salas, quien también supo comprender a la Venezuela gastronómica.
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