Estero de Camaguán
Habíamos pasado por su pueblo un domingo de abril. Esa vez apenas nos detuvimos para contemplar el río y adquirir el producto más estimado de la granjería local: el delicioso pan de horno. Dos orihuelos entretuvieron nuestra breve parada. En silencio me dije unos versos suyos (“Hoy he amado a grandes voces/ todo lo que tenía: el río,/ la calle,/el aire”). Poco después pronuncié su nombre en voz alta para compartir con mis compañeros de viaje el íntimo homenaje: Arnaldo Acosta Bello. Miramos una lancha que bajaba por el Portuguesa y seguimos nuestra ruta. Pendiente había quedado la visita a las calles donde transcurrió la infancia del poeta amigo. Algún día será, me prometí. Como lo saben ya ciertos lectores, estoy hablando de Camaguán, la capital de los míticos esteros.
El azar concurrente siempre hace de las suyas. Al retornar en esa ocasión de San Fernando de Apure, hicimos la inmancable parada en La Negra, para desayunar cachapas con mantequilla llanera y aprovisionarnos suficientemente de quesos, naiboa y casabe. Mientras curioseábamos en los diversos puestos de comida, Edgar Colmenares del Valle, nuestro muy especial guía de entonces, fue abordado de repente por alguien que lo conocía y que se alegraba por haber tenido la fortuna de encontrárselo y ratificarle personalmente una invitación. Era Jesús Ramón Ortiz, presidente de la Sociedad Bolivariana de Camaguán, quien había incluido a Edgar entre los conferencistas convocados para celebrar en su pueblo el bicentenario de la Independencia. El acto tendría lugar el 1º. de julio y asistirían, además de Edgar, los historiadores Ildefonso Leal y Adolfo Rodríguez. Edgar no podía confirmarle en ese momento su participación por no haber precisado aún la fecha de un compromiso familiar que debía cumplir en Canadá a finales de junio. Una vez presentados, Ortiz y yo iniciamos un breve diálogo a partir de una pregunta que le hice sobre Acosta Bello. “Esa familia se fue hace mucho tiempo de Camaguán”, me dijo, pero recordó al padre del poeta y a sus hermanos Aurora y Octavio. Le manifesté mi interés por saber más de la primera, suicida, y autora de un diario que Arnaldo deseaba publicar. Respondió que ella había sido directora de la escuela de Camaguán. Nada más. La conversación volvió al tema del evento del primero de julio. Para mi sorpresa, Ortiz sabía de la UNEY y de nuestro diplomado de crónica y cronistas. Se había enterado por la televisión y no por Edgar, como pude creer, de no haberme anticipado su fuente. Al despedirnos, quien suscribe ya era otro de los ponentes en el foro sobre la independencia, gracias a la generosidad de Ortiz. Así que mi anhelada visita a Camaguán tenía fecha cierta.
Ir a ese pueblo en tiempos de lluvia es garantía de esteros imponentes. Y así fue. Nada más bello que el palmar de Santa Rosa en esta época del año. Pudimos disfrutarlo a plenitud al regreso, pues la llegada fue de noche y bajo un tenaz aguacero que me hizo recordar la palabra “mandilata” y sus resonancias florentinas. Al día siguiente fue el evento. Cálido y alegre, son vocablos que pueden calzarle bien a esa jornada del pasado primero de julio en Camaguán. También valdría calificarlo de enjundioso, si consideramos las excelentes intervenciones de Ildefonso Leal y Adolfo Rodríguez, llenas de buenos datos y agudas reflexiones. Pero faltaría a mi emoción del momento, si no comparto con ustedes mi reencuentro con un Arnaldo Acosta Bello poco conocido: el de su canto elemental. Creí verlo en el Charco, en la plaza, en las calles, en mi imaginada casa de la Placidera (donde vivía la abuela), en la invasiva bora del río, en la voz de Roquelina evocando a Aurora, la hermana grande, “de dolor poblada”. También lo percibí en el suave sabor del pan de horno maravilloso que Cuchi halló en el hogar de Pedro López y Verónica Rivero, en una mañana que también fue de recorrido gastronómico y que tuvo su inicio sublime con el desayuno incomparable del “Simoncito” que dirige la Nena. Allí, jóvenes cocineras le hablaron a Cuchi con gusto y humildad de su arte sagrado.
Vuelvo al pan de horno. Maíz cariaco, azúcar, mantequilla, yemas de huevo y especias dulces, transformados en un regalo de los dioses. Nada menos. Es el milagro cotidiano de una tradición de Camaguán que no anda buscando ingresar a santoral alguno, sino en la memoria de quienes lo prueban. Es también el tiempo encarnado de la poesía, que esta vez adquirió para mí un nombre menos socorrido: el de mi entrañable Arnaldo Acosta Bello (Camaguán, 1927 - Barquisimeto, 1996), a cuya memoria acudo para festejar este paisaje. Y el pan de horno.
2 comentarios:
estimado biscuter: compartiras conmigo, como el concepto de terruño calza a la perfeccion incluso para la poesia.
algunos lugares impregnan no solo sus panes y sus vinos sino a su gente y su poesia.
todo se funde en una milagrosa y diversa unidad.
un abrazo
Lo has dicho muy bien, Julio: "todo se funde en una milagrosa y diversa unidad". Una y múltiple: la poesía.
Un abrazo
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