Tatiana de Maekelt
En mi primera jornada de esta semana me correspondió el inmenso honor de representar al Comité Jurídico Interamericano en el homenaje a una de las figuras más notables del Derecho Internacional Privado en las Américas: la profesora venezolana Tatiana de Maelket, muy apreciada acá, en Río de Janeiro, por haber sido directora del célebre Curso de Derecho Internacional que tiene lugar todos los años en “a cidade maravilhosa”. Antes de referirme a su fecunda trayectoria y al significado e importancia de su notable obra jurídica, quise compartir con el auditorio una breve reflexión acerca del sentido que posee ese tipo de celebraciones. Ahora la comparto con ustedes.
Estimo que el viejo y hermoso ejercicio del elogio es uno de los logros más amables del ser humano. Enfatizar con alegría todo cuanto nos enaltece, es mucho más edificante que la práctica del menosprecio o de la displicencia ante los grandes, para no hablar de eso que los mexicanos, duchos en la acuñación de palabras exactas, llaman con insustituible nitidez, “el ninguneo”. Hemos vivido épocas en las cuales el elogio válido y legítimo parece despreciarse. La “guerra civil de los nacidos”, que decía Quevedo, de vez en cuando impone su agenda de descreimiento entre los seres humanos y nos intenta vedar -a ratos con éxito- la exaltación de los valores que algunos hombres y mujeres encarnan cotidianamente para hacer más habitable este complicado mundo que nos ha tocado en suerte. Así, las alabanzas quedan restringidas a las exequias, tornándose algunas en una mecánica hilvanación de lugares comunes y no en un estímulo para el estudio de las cualidades o para el examen cálido de una vida o de una obra, que suelen contener algo más que títulos y fechas.
Uno de los filósofos de la política más importantes del siglo XX fue Isaiah Berlin. Entre sus libros imprescindibles incluyo su adorable colección de semblanzas sobre personajes admirables. Allí Berlin nos enseña el oficio del elogio y nos recuerda que conocer a un gran hombre o a una gran mujer es un elevado modo de ayudarnos a ser mejores seres humanos. Nos enseña, además, que nada de esto se obtendría si quien alaba lo hace de una manera convencional o vaga, limitándose a la lisonja post mortem de una obra y desaprovechando las diversas aristas registrables en toda vida humana, máxime si ésta se encuentra cruzada de desafíos y tropiezos.
Por eso festejé ayer la costumbre del Comité Jurídico Interamericano de dar inicio al Curso de Derecho Internacional con el homenaje a algún jurista ejemplar. Así pude, entonces, hablar de Tatiana de Maekelt, una insigne docente e investigadora del Derecho, de quien ningún abogado venezolano debería sentirse ajeno. Recordé su presencia en la Facultad de Derecho de la UCV, donde era admirada por todos. Mi recuerdo data de los primeros años setentas del pasado siglo y preserva la imagen de una profesora que ya acumulaba muchos estudios, pero que aún era joven y concitaba una adhesión intelectual unánime, así como –todo hay que decirlo- respetuosos y tímidos requiebros por su legendaria belleza física. De ella supe que provenía de lejanos lugares y de otras lenguas y que dictaduras y guerras la habían traído a Venezuela en 1948. Encarnó, de algún modo, la imagen de la extraterritorialidad (en el sentido que George Steiner da al término), pero los mejores frutos para la ciencia jurídica los produjo en nuestra Patria. Y eso, no sólo se celebra. Se agradece.
Esta página es hoy para Tatiana. Por eso pensemos en un suculento borsch que Cuchi puede preparar con excelencia y sin las contrariedades de la Maga en la rayuela de Cortázar.
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