Luis Egidio Meléndez (1716-1780).
Bodegón con servicio de chocolate. Museo del Prado.
De vez en cuando vuelvo a los cuatro tomos de una vieja autobiografía que es también una novela o una crónica inacabable que atraviesa dos siglos y dos continentes con la majestad de unos recuerdos vivos.
Sus páginas tienen el sabor y la gracia del tiempo que convocan, así como los personajes y las cosas de un mundo que ahora nos parece inverosímil.
Hoy volví a encontrarme con la tía Polonia, quien me recuerda un poco (sólo un poco) a la bellísima y misteriosa prima Agueda de Ramón López Velarde. Polonia se aparece siempre por las tardes, envuelta en un mantón. Viene a merendar. Detrás de ella, inmacable, pasa una criada con una bandeja de plata “provista de dos huecos redondos para las tazas de porcelana y uno largo para los bizcochos”. Trae, además, dos jícaras de soconusco. Todo lo deja en un gabinete y baja por otra bandeja de la que brotarán las ensaimadas adquiridas en La Mallorquina, que comerán el autor (niño entonces) y sus primos.
Estamos en la merienda y ya no hay excusa para no cederle la palabra a Corpus Barga, que así firmaba sus libros este señorito que era tío de Ramón Gómez de la Serna y que ayudó a Antonio Machado a cruzar la frontera en el sombrío año 39, como dicen todas sus semblanzas:
“Mi padre y la tía Polonia merendaban sola en el gabinete gris, delante de la chimenea francesa de leña, si era invierno, tan contentas de estar juntas y hablar de sus cosas como de saborear el chocolate. Había entre ellas esa relación tan rara de la vida, más rara que el amor: la amistad verdadera. Los primeros ojos que yo vi naufragando en lágrimas fueron los de mi madre porque se estaba muriendo la tía Polonia, y entonces fue cuando también por primera vi a la muerte…”
El párrafo anterior puede llevarme al tema de la “amicitia” y a alguna página de Séneca… Pero volvamos a la casa madrileña, que todavía queda soconusco en una de las jarras.
P.D: Las memorias de Corpus Barga (1887-1957) están reunidas bajo el título Los pasos contados (Madrid, Alianza Editorial, 1979).
Hoy volví a encontrarme con la tía Polonia, quien me recuerda un poco (sólo un poco) a la bellísima y misteriosa prima Agueda de Ramón López Velarde. Polonia se aparece siempre por las tardes, envuelta en un mantón. Viene a merendar. Detrás de ella, inmacable, pasa una criada con una bandeja de plata “provista de dos huecos redondos para las tazas de porcelana y uno largo para los bizcochos”. Trae, además, dos jícaras de soconusco. Todo lo deja en un gabinete y baja por otra bandeja de la que brotarán las ensaimadas adquiridas en La Mallorquina, que comerán el autor (niño entonces) y sus primos.
Estamos en la merienda y ya no hay excusa para no cederle la palabra a Corpus Barga, que así firmaba sus libros este señorito que era tío de Ramón Gómez de la Serna y que ayudó a Antonio Machado a cruzar la frontera en el sombrío año 39, como dicen todas sus semblanzas:
“Mi padre y la tía Polonia merendaban sola en el gabinete gris, delante de la chimenea francesa de leña, si era invierno, tan contentas de estar juntas y hablar de sus cosas como de saborear el chocolate. Había entre ellas esa relación tan rara de la vida, más rara que el amor: la amistad verdadera. Los primeros ojos que yo vi naufragando en lágrimas fueron los de mi madre porque se estaba muriendo la tía Polonia, y entonces fue cuando también por primera vi a la muerte…”
El párrafo anterior puede llevarme al tema de la “amicitia” y a alguna página de Séneca… Pero volvamos a la casa madrileña, que todavía queda soconusco en una de las jarras.
P.D: Las memorias de Corpus Barga (1887-1957) están reunidas bajo el título Los pasos contados (Madrid, Alianza Editorial, 1979).
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