Joseph Roth, el santo bebedor
A veces es la triste, solitaria y final
ceremonia de un cataclismo íntimo. Otras, el don de la ebriedad, bellamente
recordado por Borges como la fiesta del fervor compartido. Lo cierto es que la
presencia del alcohol en la literatura traza una vasta historia de alegrías y
desdichas, que cruza, imperturbable, bibliotecas enteras y tabernas de variada
estirpe. Así, puestos a hablar de su impronta en las letras, cuesta Dios y su
santa ayuda no llover sobre mojado. Bien se sabe que el tirso de Dionysos (dios
cultural, donde los haya) es pródigo en tocar el alma de quienes hacen de la
palabra un oficio sagrado, y sobre éstos es mucho lo que se ha escrito,
incluidas algunas memorables páginas de signo autobiográfico. Ahora mismo estoy
recordando la La leyenda del Santo Bebedor, del amable y grande Joseph Roth, cuya
edición española (Anagrama, 1981) lleva un prólogo maravilloso de Carlos
Barral, que podría servir de manifiesto para borrachos literarios, si es que
hiciera falta refutar a algún “abstemio apostólico”, como llama Barral a los
dogmáticos de la sobriedad, seres que le roban a ésta su arte noble de
templanza. Podría mencionar también otros nombres cuyas credenciales etílicas
hacen inevitable su convocatoria a estas breves líneas sobre letras y beodos,
pero ya mencioné a Joseph Roth y a Barral, y me cuesta mucho no aceptar la
segunda copa a la que invitan sus aureolas de santos bebedores. Así que invoco
la protección de Teresita de Lisieux para glosar alguna milagrosa página de ese
relato formidable.
Gracias a la escritura de un artículo acerca del fascinante tema de las letras y el alcohol, pude releer hace poco algunas páginas que me hablaron con voz antigua y renovada. Sobre la mesa puse varios libros dionisíacos. Algunos se quedaron como callada compañía. Otros no pararon de hablarme. Así, un libro de Luis Cardoza y Aragón se encargó de ocupar buena parte de mi tiempo. Me refiero a Nuevo mundo, que incluye Elogio de la embriaguez, un ensayo formidable en el que Cardoza confiesa gustar de los vinos gruesos con sabor a tierra, como uno que bebió en Nápoles, acompañando un plato de macarrones, entre el humo de las pipas de los marineros. Con todo y eso, creo que no llegué a citarlo.
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Me entretuve releyendo un efusivo poema de Claudio Rodríguez, para degustar otra vez la finísima voz que exclama: "¡Nunca serenos! ¡Siempre con vino encima!"
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Bajo el volcán, el libro de un borracho de mención obligatoria (Malcolm Lowry “vivió de noche y bebió de día, y murió tocando el ukelele”) me retuvo en un capítulo soberbio. Comprobé una vez más que nadie sale vivo de El Farolito.
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Una novela inmensa de Abelardo Castillo (El que tiene sed) me guió por la ruta delirante de las alucinaciones literarias. Por un momento me vi en un colectivo y creí (creo que sigo creyendo) que el informe sobre borrachos de Castillo nada tiene que envidiarle al sabatiano de los ciegos.
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Lo poco que me ha sido posible conseguir del boliviano Jaime Sáenz (Felipe Delgado, Vidas y muertes y Recorrer esta distancia) me resultó inmensurable. ¡Voto a Dios que me espanta su grandeza!
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JAIME GIL DE BIEDMA, LA GINEBRA BOMBAY Y SU PIEZA MAGISTRAL CONTRA SÍ MISMO. Asistí a la escena que tanto le gustaba a Miguelito Ron Pedrique: un atildado ejecutivo de la Tabacalera (Jaime) se dirige al borracho (el mismo Jaime) que llega a la casa después de una juerga feroz y le dice: “A duras penas te llevaré a la cama,/ como quien va al infierno/ para dormir contigo./ Muriendo a cada paso de impotencia,/ tropezando con muebles /a tientas, cruzaremos el piso/ torpemente abrazados, vacilando/ de alcohol y de sollozos reprimidos…”.
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Sé que estaban también sobre la mesa tres amigos de Jaime Gil: Carlos Barral, Pepe Caballero (recibirá el Cervantes el próximo martes 23 de abril) y el más indómito bebedor de ginebra que haya nacido en Reus: Gabriel Ferrater. No me dio tiempo de brindar con ellos. Ni con el doctor Díaz Grey, ese médico existencialista y canapial que Juan Carlos Onetti, su cóngenere, generosamente le donó al imaginario de esta vida breve.
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También sobre la mesa, un alcohólico anónimo. Siento que es injusto llamarlo así. Es el más inteligente de todos los borrachos retirados que conozco: Hugo Hiriart, de México. Un genio literario. Chapeau mil veces.
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Peter Altenberg, Fernando Pessoa, Anacreonte, Li-Po, Omar Khayam, Rabelais, Rimbaud, Verlaine, Baudelaire, Poe, Stevenson, Rubén Darío, Scott Fitzgerald, Hemingway, Raymond Chandler, Dylan Thomas, Elizabeth Bishop, Marguerite Duras, Bukowski y Pablo Neruda, se quedaron esperándome. Otro día será.
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Un chileno lleva a otro chileno. La mención de Neruda me recuerda que debí releer al poeta Jorge Teillier y precisar su predilección por el vino tinto de Santa Emiliana.
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No debí olvidarme del ecuatoriano César Dávila Andrade, a quien su paisano Adoum llamó alguna vez “Hölderlin de los trópicos”, ni de los mexicanos José Revueltas y Juan Rulfo, para dar con ellos un paseo por el fatídico universo del mezcal. Tampoco del “borracho a priori”, ese nórdico de quien habló Angel Ganivet y que era capaz de destilarse a sí mismo para embriagarse con su propia sustancia.
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Todos ellos estaban en la mesa, pero Joseph Roth escribió la biblia del tema y quién era yo para faltar a su santidad indiscutible y venerada. Por eso, su lugar privilegiado en el artículo. Santo, santo es el Señor, bebedor del universo.
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Finalmente, no me perdono la involuntaria omisión de algunos venezolanos llamados a la barra. Venezolanos que bebieron mucho, que fueron tocados por el tyrso de Dionysos y escribieron con limpidez sobre su gracia: Ludovico Silva y su In vino veritas; Orlando Araujo y sus Crónicas de caña y muerte; Elisio Jiménez Sierra y Los puertos de la última bohemia…
P.D: Ahora recuerdo la garrafa de aguardiente de Mi padre el inmigrante, una garrafa que fulge entre las manos nocturnas del viejo Gerbasi.
Como Vicente pronto cumplirá los cien, me anticipo a brindar a su memoria y hacerme perdonar las omisiones.
¡Salud y República!
Estamos en París, en un bar cercano a la iglesia
de Santa Marie des Batignolles. Sabemos que Santa Teresita le ha hecho un nuevo
milagro a nuestro honrado “clochard”, a pesar de que éste no ha pagado las
promesas. Es mucho el dinero que gracias a la virgen se ha encontrado por
“azar”. El bebedor desea cumplir, pero siempre una razón vinculada al ajenjo,
se lo impide. Nos consta que su propósito de fiel y favorecido creyente ha sido
no faltar a su palabra de borracho serio. Hoy parece que podrá concretar el
cometido. Cuando estaba a punto de beberse su primer trago de ajenjo, vio
entrar a una muchacha bella, una delicada criatura vestida de azul celeste.
Deslumbrado se acercó a ella y le preguntó qué hacía en ese sitio y cómo se
llamaba. Así supo que el nombre de la hermosa aparecida era Teresa y que
esperaba a sus padres que estaban en misa. Todo se le aclaró al sorprendido
canapial: la santa fue a buscarlo al bistró para que esta vez sí pudiera
cumplir su compromiso. Le dijo, entonces, que le pagaría los doscientos francos
que le adeudaba. Atónita, la joven respondió no ser su acreedora y le extendió
más bien un billete de cien y le pidió que se retirara. Eso hizo el héroe de la
Leyenda, quien tal vez pensó que se trataba de un milagro más. En el instante
en que volvía al mostrador, se desplomó. La clientela toda abandonó el bar,
espantada. Sólo la joven se quedó hasta que trasladaron el cuerpo moribundo del
viejo al único sitio donde podía haber gente que pudiera atenderlo: la
sacristía vecina. La joven siguió la comitiva y vio cuando el hombre hizo el
gesto de introducir la mano en el bolsillo, murmuró “Señorita Teresa” y exhaló
su último suspiro. Se llamaba Andreas
Kartak y era oriundo de algún lugar de Ucrania como el autor del libro.
San Joseph Roth cerró el relato con este ruego:
Denos dios a todos nosotros, bebedores, tan
liviana y hermosa muerte
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Gracias a la escritura de un artículo acerca del fascinante tema de las letras y el alcohol, pude releer hace poco algunas páginas que me hablaron con voz antigua y renovada. Sobre la mesa puse varios libros dionisíacos. Algunos se quedaron como callada compañía. Otros no pararon de hablarme. Así, un libro de Luis Cardoza y Aragón se encargó de ocupar buena parte de mi tiempo. Me refiero a Nuevo mundo, que incluye Elogio de la embriaguez, un ensayo formidable en el que Cardoza confiesa gustar de los vinos gruesos con sabor a tierra, como uno que bebió en Nápoles, acompañando un plato de macarrones, entre el humo de las pipas de los marineros. Con todo y eso, creo que no llegué a citarlo.
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Me entretuve releyendo un efusivo poema de Claudio Rodríguez, para degustar otra vez la finísima voz que exclama: "¡Nunca serenos! ¡Siempre con vino encima!"
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Bajo el volcán, el libro de un borracho de mención obligatoria (Malcolm Lowry “vivió de noche y bebió de día, y murió tocando el ukelele”) me retuvo en un capítulo soberbio. Comprobé una vez más que nadie sale vivo de El Farolito.
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Una novela inmensa de Abelardo Castillo (El que tiene sed) me guió por la ruta delirante de las alucinaciones literarias. Por un momento me vi en un colectivo y creí (creo que sigo creyendo) que el informe sobre borrachos de Castillo nada tiene que envidiarle al sabatiano de los ciegos.
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Lo poco que me ha sido posible conseguir del boliviano Jaime Sáenz (Felipe Delgado, Vidas y muertes y Recorrer esta distancia) me resultó inmensurable. ¡Voto a Dios que me espanta su grandeza!
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JAIME GIL DE BIEDMA, LA GINEBRA BOMBAY Y SU PIEZA MAGISTRAL CONTRA SÍ MISMO. Asistí a la escena que tanto le gustaba a Miguelito Ron Pedrique: un atildado ejecutivo de la Tabacalera (Jaime) se dirige al borracho (el mismo Jaime) que llega a la casa después de una juerga feroz y le dice: “A duras penas te llevaré a la cama,/ como quien va al infierno/ para dormir contigo./ Muriendo a cada paso de impotencia,/ tropezando con muebles /a tientas, cruzaremos el piso/ torpemente abrazados, vacilando/ de alcohol y de sollozos reprimidos…”.
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Sé que estaban también sobre la mesa tres amigos de Jaime Gil: Carlos Barral, Pepe Caballero (recibirá el Cervantes el próximo martes 23 de abril) y el más indómito bebedor de ginebra que haya nacido en Reus: Gabriel Ferrater. No me dio tiempo de brindar con ellos. Ni con el doctor Díaz Grey, ese médico existencialista y canapial que Juan Carlos Onetti, su cóngenere, generosamente le donó al imaginario de esta vida breve.
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También sobre la mesa, un alcohólico anónimo. Siento que es injusto llamarlo así. Es el más inteligente de todos los borrachos retirados que conozco: Hugo Hiriart, de México. Un genio literario. Chapeau mil veces.
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Peter Altenberg, Fernando Pessoa, Anacreonte, Li-Po, Omar Khayam, Rabelais, Rimbaud, Verlaine, Baudelaire, Poe, Stevenson, Rubén Darío, Scott Fitzgerald, Hemingway, Raymond Chandler, Dylan Thomas, Elizabeth Bishop, Marguerite Duras, Bukowski y Pablo Neruda, se quedaron esperándome. Otro día será.
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Un chileno lleva a otro chileno. La mención de Neruda me recuerda que debí releer al poeta Jorge Teillier y precisar su predilección por el vino tinto de Santa Emiliana.
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No debí olvidarme del ecuatoriano César Dávila Andrade, a quien su paisano Adoum llamó alguna vez “Hölderlin de los trópicos”, ni de los mexicanos José Revueltas y Juan Rulfo, para dar con ellos un paseo por el fatídico universo del mezcal. Tampoco del “borracho a priori”, ese nórdico de quien habló Angel Ganivet y que era capaz de destilarse a sí mismo para embriagarse con su propia sustancia.
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Todos ellos estaban en la mesa, pero Joseph Roth escribió la biblia del tema y quién era yo para faltar a su santidad indiscutible y venerada. Por eso, su lugar privilegiado en el artículo. Santo, santo es el Señor, bebedor del universo.
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Finalmente, no me perdono la involuntaria omisión de algunos venezolanos llamados a la barra. Venezolanos que bebieron mucho, que fueron tocados por el tyrso de Dionysos y escribieron con limpidez sobre su gracia: Ludovico Silva y su In vino veritas; Orlando Araujo y sus Crónicas de caña y muerte; Elisio Jiménez Sierra y Los puertos de la última bohemia…
P.D: Ahora recuerdo la garrafa de aguardiente de Mi padre el inmigrante, una garrafa que fulge entre las manos nocturnas del viejo Gerbasi.
Como Vicente pronto cumplirá los cien, me anticipo a brindar a su memoria y hacerme perdonar las omisiones.
¡Salud y República!
2 comentarios:
Le faltò nuestro Josè Martì, muchas veces nombrado despectivamente "Pepe ginebrita"... pero me gusta más ese Pepe, el hombre, el borracho, el amante... que el cabezòn perfecto que han querido hacer marxista a juro...
Ludovico... Mi amado Ludovico...Ohhh, el único marxista que adoro... In vino veritas es la alcurnia poètica mojada en alcohol...
Cierto, ese Martí tambien me gusta más. Nunca el marxista a juro. Gracias Morama. Saludos.
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