Rafael Barrett
Debo a la biblioteca
de mi padre el descubrimiento de Barrett. Desde los años 50 un libro suyo
habita uno de los estantes bajos de esa legendaria vitrina familiar. El lomo
del volumen me sirvió alguna vez para ganarle a mi hermana Elsy en aquel juego
de nuestra infancia que consistía en ubicar títulos o autores en menos de
treinta segundos. Ella se desquitó poco después con Jardiel Poncela, todo hay
que decirlo.
Por muchos años sólo supe,
además del nombre del autor, el título del libro: Moralidades actuales. Cuando
mi interés dejó de ser solamente el juego, me fui enterando, espaciadamente, de
otras cosas. Una: se trataba de una publicación de 1919 hecha en Madrid por
Rufino Blanco Fombona en su Editorial-América. Otra: Augusto Roa Bastos estimaba
que el autor de ese libro tiene en su haber una de las obras más lúcidas que se
hayan escrito en Paraguay. Y otra más,
no menos importante: Rafael Barrett es uno de los grandes articulistas del
periodismo latinoamericano de todos los tiempos.
Leer sus libros, casi
todos póstumos (Barrett murió en 1910), es asistir a la fiesta de unas páginas
que parecen el anuncio de otras, cuando en realidad se bastan a sí mismas.
Maestro de la crónica, también lo fue de un género a medio camino entre el
cuento y el ensayo.
Hay un breve texto
suyo que es la descripción conmovedora de un mercado. Esta mañana lo leí de
nuevo y sentí que estaba contemplando un cuadro. O más bien, viendo una
película. Cada línea, un tanteo de vida campesina que nos mira y una imagen que
remonta el infinito. Son las mujeres del Paraguay, y son sus ojos, esos señores
de la llanura.
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“EL MERCADO
Bajo un sol que a la
pradera muy verde volatiliza matices y penumbras, las mujeres, en vueltas en
sábanas aleteadoras al viento, parecen una bandada de pájaros blancos que no
acaba de posarse. Pero sus cuerpos, erguidos o acurrucuados, están inmóviles.
Con un noble ademán profético guardan de la luz sus negros ojos, señores de la
llanura. Al lado de sus pies morenos, que al correr acarician la tierra, hay
cosas humildes y necesarias, huevos tibios, ´chipá´ tierno que sirve de pan y
de postre, leche, mandioca, maíz, naranjas doradas y sandías frescas como una
fuente a la sombra. Apenas se habla. Nadie ofrece, regatea ni discute. Una
dignidad melancólica en las figuras y en los movimientos. Las niñas tienen
miradas serias y el reflejo de un pasado sobre su frente vacía. Más tarde
abandonarán al emponchado su cintura cimbreante de hembras descalzas, sus senos
obscuros y su boca parda, con el mismo geste silencioso…”
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Rafael Barrett era
anarquista. Nació en Santander (España) en 1876 y murió de tisis en Arcachón,
Paraguay, en 1910. Una querida editorial venezolana publicó en 1978 los textos
que el propio autor reunió bajo el título El dolor paraguayo. Es el número 30
de la Colección Clásica de la Biblioteca Ayacucho. Para César Aira ese libro de
Barret que comienza con hermosas estampas, “en crescendo sinfónico llega al
profundo infierno de los yerbales” y compone un cuadro de horror “equivalente a
los de Rivera o Quiroga”.
Creo que seguimos
debiéndole a Barrett el reconocimiento latinoamericano que merece. Empecemos
por no seguir ignorándolo, estemos donde estemos. Hoy encontré en el libro
editado por Blanco Fombona esta reflexión que hago mía:
“No me habléis de
patriotismo. Un amor que se detiene en la frontera no es más que odio”.
No se detuvo el de su
nieta, Soledad, guerrillera, que murió asesinada en 1973, luchando en tierras
brasileñas.
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