lunes, agosto 11, 2014

Borges y Bioy en la historia de la cocina


Bustos Domecq
 
Entre las muchas cosas que anticiparon, parece que Borges y Bioy también lo hicieron con el “mundo gourmet”. En una de esas Crónicas escritas a cuatro manos, a comienzos de los 60, da la impresión de que se hubiesen dedicado a parodiar avant la lettre a Ferrán Adriá y sus epígonos, y a no dejar títere con gorra en las cocinas de cierta neovanguardia gastronómica. Me refiero a un texto titulado “Un arte abstracto”, de Bustos Domecq. 

Bromas aparte, lo cierto es que esa divertida crónica, que en sí misma es una parodia escritural, podría haber servido de crítica “simpática” a la presencia de Adriá como artista invitado en el salón Documenta de hace siete años. Estoy seguro de que a él y a todos los jocosos creadores de la estimable cocina-espectáculo, les habría encantado tener el respaldo de Bustos Domecq y de su “prosa” deliberadamente acrisolada. Sé que este tipo de referencias las manejan con humor, y, tal vez, nada sería más idóneo para su afinado sentido autocrítico que un gracioso texto sobre los cocineros del “sabor sin sustancia”, como el que ahora comentamos. 

 Copio unos párrafos del señor Domecq, en el que se nos habla del local Les Cinq Saveurs, del chef Ismael Querido: 

Un farmacéutico industrial, el boticario Payot (…) suministró semanalmente a Querido mil doscientas pirámides idénticas, de tres centímetros de elevación cada una, que brindaban al paladar los cinco ya famosos sabores: ácido, insípido, salado, dulce, amargo. Un veterano de aquellas patriadas nos asegura que todas las pirámides ab initio eran grisáceas y translúcidas; luego, para mayor comodidad, se las dotó de cinco colores hoy conocidos en la faz de la tierra: blanco, negro, amarillo, rojo y azul. Quizás tentado por las perspectivas de lucro que se le abrían, o por la palabra agridulce Querido dio en el error peligroso de las combinaciones; los ortodoxos aún lo acusan de haber presentado a la gula no menos de ciento veinte pirámides mixtas, remarcables por ciento veinte matices. Tanta promiscuidad lo indujo a la ruina; el mismo año tuvo que vender su local a otro chef, a uno del montón, que mancilló aquel templo de los sabores, despachando pavos rellenos para el ágape navideño. Praetorious comentó filosóficamente: C’est la fin du monde”. 

Después de dar cuenta acerca de la desaparición de Querido y Praetorious, la crónica nos informa, implacable, del surgimiento de un tal Pierre Moulonguet y su “cocina culinaria”, que, como su nombre indica, es una cocina que “no debe nada a las artes plásticas ni al propósito alimentario” y que le dice adiós (Domecq escribe “abur”) a los colores, a las fuentes y a las escenografías, pero también a la orquestación de proteínas, vitamina y otras féculas, para que “los antiguos y ancestrales sabores de la ternera, del salmón , del pez, del cerdo, del venado, de la oveja, del perejil, de l’omelette surprise, y de la tapioca, desterrados por ese cruel tirano, Praetoriuos, vuelvan a los atónitos paladares (…) bajo la especie de una grisácesa masa musilaginosa, a medio licuar. El comensal, emancipado al fin de los tan cacareados cinco sabores, puede encargar, según su arbitrio, una gallina en pepitoria o un coq au vin, pero todo, ya se sabe, revestirá la amorfa contextura de rigor. Hoy como ayer, mañana como hoy, y siempre igual”. 

Domecq, sin sospecharlo, preanuncia el grado cero de la gastronomía (el plato invisible que nos imaginamos comer), cuando unas líneas más adelante nos informa que en 1932 Juan Francisco Darracq abrió en Ginebra un restaurante en el que todas las luces estaban apagadas, vale decir, abrió un tenebrarium 

Al ponerle el punto final a la crónica, Borges y Bioy, en Quintana 263, muertos de la risa, dijeron al unísono: “¡Qué antigua es la cocina novedosa”.

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