Bustos Domecq
Entre las muchas cosas que anticiparon, parece
que Borges y Bioy también lo hicieron con el “mundo gourmet”. En una de esas
Crónicas escritas a cuatro manos, a comienzos de los 60, da la impresión de que
se hubiesen dedicado a parodiar avant la lettre a Ferrán Adriá y sus epígonos,
y a no dejar títere con gorra en las cocinas de cierta neovanguardia
gastronómica. Me refiero a un texto titulado “Un arte abstracto”, de Bustos
Domecq.
Bromas
aparte, lo cierto es que esa divertida crónica, que en sí misma es una parodia
escritural, podría haber servido de crítica “simpática” a la presencia de Adriá
como artista invitado en el salón Documenta de hace siete años. Estoy seguro de
que a él y a todos los jocosos creadores de la estimable cocina-espectáculo,
les habría encantado tener el respaldo de Bustos Domecq y de su “prosa”
deliberadamente acrisolada. Sé que este tipo de referencias las manejan con
humor, y, tal vez, nada sería más idóneo para su afinado sentido autocrítico
que un gracioso texto sobre los cocineros del “sabor sin sustancia”, como el
que ahora comentamos.
Copio
unos párrafos del señor Domecq, en el que se nos habla del local Les Cinq
Saveurs, del chef Ismael Querido:
“Un
farmacéutico industrial, el boticario Payot (…) suministró semanalmente a
Querido mil doscientas pirámides idénticas, de tres centímetros de elevación
cada una, que brindaban al paladar los cinco ya famosos sabores: ácido,
insípido, salado, dulce, amargo. Un veterano de aquellas patriadas nos asegura
que todas las pirámides ab initio eran grisáceas y translúcidas; luego, para
mayor comodidad, se las dotó de cinco colores hoy conocidos en la faz de la
tierra: blanco, negro, amarillo, rojo y azul. Quizás tentado por las
perspectivas de lucro que se le abrían, o por la palabra agridulce Querido dio
en el error peligroso de las combinaciones; los ortodoxos aún lo acusan de
haber presentado a la gula no menos de ciento veinte pirámides mixtas,
remarcables por ciento veinte matices. Tanta promiscuidad lo indujo a la ruina;
el mismo año tuvo que vender su local a otro chef, a uno del montón, que
mancilló aquel templo de los sabores, despachando pavos rellenos para el ágape
navideño. Praetorious comentó filosóficamente: C’est la fin du monde”.
Después de dar cuenta acerca de la desaparición
de Querido y Praetorious, la crónica nos informa, implacable, del surgimiento
de un tal Pierre Moulonguet y su “cocina culinaria”, que, como su nombre
indica, es una cocina que “no debe nada a las artes plásticas ni al propósito
alimentario” y que le dice adiós (Domecq escribe “abur”) a los colores, a las
fuentes y a las escenografías, pero también a la orquestación de proteínas,
vitamina y otras féculas, para que “los antiguos y ancestrales sabores de la
ternera, del salmón , del pez, del cerdo, del venado, de la oveja, del perejil,
de l’omelette surprise, y de la tapioca, desterrados por ese cruel tirano,
Praetoriuos, vuelvan a los atónitos paladares (…) bajo la especie de una
grisácesa masa musilaginosa, a medio licuar. El comensal, emancipado al fin de
los tan cacareados cinco sabores, puede encargar, según su arbitrio, una
gallina en pepitoria o un coq au vin, pero todo, ya se sabe, revestirá la
amorfa contextura de rigor. Hoy como ayer, mañana como hoy, y siempre igual”.
Domecq, sin sospecharlo, preanuncia el grado
cero de la gastronomía (el plato invisible que nos imaginamos comer), cuando
unas líneas más adelante nos informa que en 1932 Juan Francisco Darracq abrió
en Ginebra un restaurante en el que todas las luces estaban apagadas, vale decir,
abrió un tenebrarium.
Al ponerle el punto final a la crónica, Borges y
Bioy, en Quintana 263, muertos de la risa, dijeron al unísono: “¡Qué antigua es
la cocina novedosa”.
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