El árbol dentro de la casa diseñada por Le Corbusier en La Plata
El hombre de al lado (2009), de Mariano Cohn
y Gastón Duprat, es la divertida crónica de un tropiezo socio-cultural: dos
vecinos, vale decir, dos mundos, comienzan a conocerse a través de una cruenta
ventana. La historia transcurre en la casa diseñada por Le Corbusier, en La
Plata. A riesgo de cometer (es un decir) uno de los tics allí satirizados,
confieso que mi interés en el filme fue estimulado por una reciente visita que
hice a la Casa Curutchet, junto a Nelson Garrido y mi hijo Martín. Aunque el
lugar tiene una enorme importancia en la película, otras son las imágenes que a
uno lo asaltan cuando termina de verla. Contiene, entre otras cosas una crítica
mordaz a lo que podríamos llamar acá “sifrinismo culturoso”, y allá, “chetismo”
de la misma índole. El joven e insufrible diseñador (Rafael
Spregelburd) que vive en la casa de Le Corbusier con su esposa no menos infumable (Eugenia Alonso), y su
hija (Inés Budassi), es, él solo, una pieza impecable de esa
“simpática” cofradía social del snobismo. Su vecino (Daniel Aráoz), a pesar de
rupestre, termina quedando mejor parado en el pugilato de señas culturales.
Imposible de omitir sus palabras, ante el primer reclamo que le infiere sin
preámbulos el “educado” y políglota diseñador: “Vamos por partes. Buenas
tardes, yo soy Víctor. ¿Con quién tengo el gusto?”.
Una ventana que el vecino quiere para que a su
casa le entre un poquito de sol, provoca el conflicto y se convierte en el hilo
narrativo del filme. Hay escenas memorables, llenas de humor. En particular,
aquellas en las que participa Víctor, el vecino “grasa”, como lo llama
Leonardo. Hay otras letales, como una en la que el diseñador está escuchando
música con un amigo, en un sofá, con un cuadro de Tulio de Sagastizábal encima.
La “sublimada” conversación entre ellos se encarga de tipificarlos, sin necesidad
de explicaciones. En otra, Leonardo se asoma al cuarto de la hija, que siempre
está aislada y en lo suyo: escuchar música y bailar. Leonardo intenta
comunicarse y le dice: “Ah, pusiste ahí los robotitos que te compramos en Nueva
York, en el Moma”. Acepto. La película se las aplica.
Pero a lo que venía: a la comida. Víctor
sorprende un día a Leonardo. Desde la desaprensiva y polémica ventana, le
acerca -ayudado por un palo y un tobo que cuelga del mismo- un frasco. Le pide
a Leonado que lo abra. Éste lo hace y se encuentra con una especie de conserva.
“Es jabalí al escabeche”, le informa Víctor. “Probalo, es de mi producción,
casero, casero”, añade con orgullo.
En los créditos finales oiremos, en una especie
de epílogo, la voz de Víctor dándonos la receta de ese plato. Yo volví a reír y
agradecí el oportuno detalle gastronómico con que se despide esta película
inclemente, que no le da tregua a ciertas arrogancias, aunque no le niega a
Leonardo algún instante de remota admiración por su cerril vecino.
--
Víctor, un “tipo que es un grasa convencido, un
pesado super insistente” -al decir de Leonardo-, termina dándonos esta receta
que comparto:
“JABALÍ EN ESCABECHE,
por
Víctor Chubelo
Cortás el
jabalí en pedacitos y lo dejás una noche adobado con vino blanco, con mucho ajo
picado y laurel. Al otro día lo freís junto con zanahorias en cachos, cebolla y
pimienta negra en grano, al gusto. Después le echás un vaso del líquido del
adobo y un vaso de vinagre blanco, y cocinás todo un rato más… Ah! y un toque de
limón. Y para terminar, todo en un frasco y a la heladera. Aguanta un montón…
Chaucito. Nos vemos”.
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