Isidoro Blaisten
Cinco de la mañana. Abro
un libro de Isidoro Blaisten y encuentro al autor de visita en Jerusalén. También
allí amanece. El escritor abre la ventana de Mishkenot Sha’ananim y ve “la muralla de la ciudad vieja, la Columna de
David y el Domo de la mezquita de Omar en la luz de oro”. Yo abro mi
ventana y veo el valle del Turbio. Pero el asunto no está ahí. Es que Blaisten
y yo hemos repetido a la vez los dos versos del poema Mañana de Ungaretti: M’illumino/ d’immenso. No es azar
concurrente. Es uno de los lugares más comunes y hermosos del asombro.
Dice Blaisten en su
texto: “Entendí que el infinito ilumina y
por qué miles y miles de hombres se repetieron durante siglos estas palabras:
‘El año que viene en Jerusalén’”.
Cuando retornó a su
país, Blaisten volvió a San Telmo y recordó a los beduinos “galopando contra el
crepúsculo, parcos y nobles, vestidos de negro” y los vio “igualitos al gaucho
entrerriano”. Esa imagen le permitió confirmar que el loco Sarmiento tenía
razón: “el gaucho viene de allá”.
El libro de Blaisten se titula
Cuando
éramos felices. Desde los días del 92 en que no dejaba en paz ninguna
de sus páginas, no había vuelto a abrirlo. Su aparición esta mañana ha renovado
mi entusiasmo. El humor judío de Blaisten y la música de su prosa, a medio
camino entre el ensayo y el cuento, me agradan tanto como su nostalgia de
entrerriano en Buenos Aires.
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Ahora viene el desayuno
que un joven les trae a Isidoro y a Graciela, en su departamento del edificio
que Sir Moses Montefiore comenzó a construir en 1857. Los Blaisten-Melgarejo se
sorprenden. La bandeja es enorme: medio kilo de requesón, once fetas de
pastrom, cuatro huevos duros, dieciséis rodajas de pepino salado, medio kilo de
aceitunas del Monte de los Olivos, un litro de leche de las granjas colectivas,
cinco sobrecitos de café soluble, un pan Goldstein de centeno, un koilescht, un
arenque de ojos pícaros, un pote de crema de kibutz y tres cuartos kilos de
galletitas crocantes.
Dice Isidoro que
Graciela exclamó: “¡Isidoro, el régimen!” y él le respondió: “Tanta eternidad
debe ser alimentada”. Y en ese instante, el mozo volvió con otra bandeja. Pidió
disculpas por haberse olvidado de kilo y medio de strudel de manzana, dos
docenas de naranjas Iaffo y una jarra de jugo de pomelo. Después de poner la
bandeja en la mesa, les entregó una carta de bienvenida del alcalde Teddy
Kollek, alcalde de Jerusalén.
Los dejo con Blaisten
para que les hable del almuerzo.
“Comparado con el almuerzo, el desayuno se convirtió en una mísera
pitanza. Comimos pavos, gansos y patos. Comida sefardí, marroquí y ucraniana.
Comimos falafel árabe y kepi musulmán. Si alguna vez yo levantaba los ojos
hacia la iglesia rusa de Santa María Magdalena, o hacia el huerto de Getsemaní,
o hacia la fuente del sultán Suleimán el Magnífico, siempre encontraba una voz
preocupada que me decía en castellano: ‘¿Qué te pasa, Isidoro? ¿Por qué no
comés?’. Y entre la hospitalidad israelí, la caridad cristiana y la
prodigalidad musulmana, yo comía y comía en el centro justo del mundo donde
convergen las tres civilizaciones”.
El guía de los esposos
Blaisten-Melgarejo era Moshe Liba, quien, por cierto, fue embajador de Israel
en Venezuela. Tuvo la iniciativa de agenciarles un raro privilegio: la visita a
una yeshivá (escuela de rabinos). Allí los recibieron “con una enorme mesa tendida con mantel de lino” y llena de beigalaj,
blintzes, tartas de requesón, vareñe de ciruela y humeantes tazas de té”.
Alguien les advirtió que no comieran, porque si lo hacían, iban a llegar
saciados al almuerzo. Y el almuerzo, dice Blaisten, fue “inenarrable”. Y lo
dijo en serio: no lo narró, para aflicción de los golosos, entre los que me
incluyo, y para satisfacción de quienes aman la gracia de ese giro. También me
incluyo en esa lista.
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De más está decir que la
crónica De San Telmo a Jerusalén es
una delicia.
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