Estebanillo González
Leo un viejo ensayo de
Juan Goytisolo sobre Estebanillo González y me
reencuentro con las tretas de la cocina taimada y vivaracha. Pienso que frente
al bellaco González, el pícaro cumanés de Salomón (la novela de Gustavo Luis
Carrera), es casi un mojigato. El Estebanillo les daba a los soldados atún
podrido y se guardaba el bueno, con una parte para sus jefes, sobornables y
tragones. Salomón, aunque se esmerara en la vitualla de los oficiales, también les
cocinaba sabroso a los marineros, y no engañaba con la materia prima usada en los
condumios. Claro, comía lo que le daba gusto (y más de lo que le tocaba, por
supuesto), pero se mostraba solidario y se lucía con los aliños.
La cita de Goytisolo me
hizo recordar, además, el “relleno imperial aovado”, que tanto atraía a Alvaro
Cunqueiro, y del que habló, quizá por vez primera en nuestra lengua, el
bergante Estebanillo. Esta anotación, al fin y al cabo, es para copiar la
versión que del fabuloso relleno nos legó el más impenitente truhán de la
picaresca española:
“Repare vuesa merced en este relleno, porque es lo mismo que el juego
del gato al rato: este huevo está dentro de este pichón, el pichón ha de estar
dentro de una perdiz, la perdiz dentro de una polla, la polla dentro de un
capón, el capón dentro de un faisán, el faisán dentro de un pavo, el pavo
dentro de un cabrito, el cabrito dentro de un carnero, el carnero dentro de una
ternera y la ternera dentro de una vaca. Todo esto ha de ir lavado, pelado,
desollado y lardeado fuera de la vaca que ha de quedar con su pellejo, y cuando
se vayan metiendo unos en otros, como cajas de Inglaterra, para que ninguno se
salga de su asiento, lo ha de ir el zapatero cosiendo a dos cabos y, en estando zurcidos en el pellejo y panza
de la vaca, ha de hacer el sepulturero una profunda fosa, y echar en el suelo
della un carro de carbón, y luego la dicha vaca, y ponerle encima el otro
carro, y darle fuego cuatro horas, poco más o menos. Y después, sacándola,
queda todo hecho una sustancia y un manjar tan sabroso y regalado, que
antiguamente lo comían los emperadores el día de su coronación. Por cuya causa,
y por ser el huevo la piedra fundamental de aquel guisado, le daban por nombre relleno imperial
aoavado”.
Goytisolo concluye su
ensayo (está en El furgón de cola) destacando la contumacia marrullera de
Estebanillo, quien, ya viejo, lejos de arrepentirse, logró que Felipe IV le
concediera una licencia para abrir “una casa de conversación y juego de naipes
en la ciudad de Nápoles”. Goytisolo se lo imagina, “rodeado de fulleros como
él, amancebado con alguna damisela y con una cantimplora de clarete al alcance
la mano”.
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