J.D. Salinger
Es octubre todavía y siguen los libros en la
mesa. El anotador, que procede por tanteos, divisa un recodo, pero cuando está
a punto de volver a su cuaderno para copiar una cita de George Boas, se le
ocurre abrir el volumen que sacó anoche y comienza la fascinación.
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Esta es la parte sórdida o emotiva del relato,
y la escena cambia. Los personajes cambian, también. Yo todavía ando por este
mundo, pero de aquí en adelante, por motivos
que no me es permitido revelar, me he disfrazado con tanta astucia que
ni el lector más inteligente puede reconocerme.
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Pero el lector también cambia y en su relectura no
tiene tanto interés en averiguar identidades. Ahora disfruta la adivinanza del
niño y mira las paredes de su casa, que, como habían convenido, acaban de
encontrarse en la esquina. Se imagina que está en Devon y acaban de traerle té
y tostadas con canela.
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Al lector le gustaría ensayar unas anotaciones
que hablasen de ese cuento formidable, pero sabe que para hacerlo debe volver
de la lectura “con todas las facultades intactas”. Y de eso nadie está seguro.
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Suena el teléfono. Es Luisana desde Buenos
Aires.
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(El relato de Salinger aludido y citado acá: Para Esmé, con amor y sordidez)
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