lunes, abril 06, 2015

La comida de los físicos y el vino del verdugo



Los tres físicos con la directora del sanatorio mental Les Cerisiers


Veo Los físicos, (1964), película basada en la célebre obra de Friedrich Dürrenmatt. La dirigió Fritz Umgelter, quien le fue totalmente fiel a la comedia que el suizo publicara en 1962, en tiempos de aquella guerra fría que estuvo a punto de calentarse. Salvo algunas escenas, la película es también teatro, sin dejar de ser cine, y es que la paradoja es inseparable del absurdo. Y de Dürrenmatt, por supuesto.

Una idea recorre Los físicos: para salvar a la humanidad, la ciencia debe refugiarse en la locura. Todos los físicos al manicomio, será su lema.  A partir de esa premisa, un genio que venía trabajando en la teoría uniforme de las partículas elementales, se finge orate  y logra su objetivo: ser encerrado en un sanatorio. La historia es conocida. Al manicomio llegan los servicios secretos de las dos potencias, en procura de los descubrimientos. Todo discurre dentro de una trama policial (hay crímenes, por supuesto) que manejan muy bien los físicos, hasta que se topan con un problema que ninguno había previsto: la psiquiatra. Pero lo dejo hasta ahí, para no revelarle el desenlace a quienes no han leído la  obra de Dürrenmatt ni visto la película de Umgelter, ambas más que cincuentonas, pero llenas de un humor que no envejece.
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Es el momento de la cena. Ya ha ocurrido el tercer crimen y los físicos confrontarán sus verdades. No son locos. Se han hecho tales. Uno, Möbius, para esconder sus saberes atómicos del poder político. Los otros dos, para estar cerca del genio y sonsacarle  sus hallazgos.

Newton revisa las viandas y se extraña de la opulencia. Ya estaba acostumbrándose a la reciente frugalidad culinaria del manicomio “Les Cerisiers”. Parece el más goloso de los tres. Ya sabíamos de su afición al coñac, por la botella “encaletada” en la chimenea, que sacó cuando charlaba con el inspector de la policía. Ahora estamos asistiendo a su don cultivado de la gula.

La sola enumeración de los platos delata a Newton. Es, sin duda, un tragaldabas. Se le hace agua la boca cuando ve el primero y lo nombra con fruición: Leberknödelsuppe (una sopa de bolas de hígado de ternera, que parece estupenda). Después enuncia con igual deleite: “Poulet à la broche” y “Cordon bleu”.

Newton se sirve y disfruta de la sopa, extrañándose de que Möbius no la pruebe. “Exquisita”, dice, pero su colega sigue deprimido y no se anima. Cuando pasa al pollo, Newton, que ya ha comenzado a revelar su verdadera identidad, se detiene para elogiar el plato. “Está grandioso”, exclama, y en ese momento oye que en la habitación de Einstein está sonando Bach. Mejor, imposible. Sé que podrían hacerse diversas especulaciones de orden simbólico con la presencia de la comida y el vino en la pieza de Dürrenmatt, pero mi ocio apunta sólo a los instantes de seducción gastronómica, que me son suficientes para que la escena de la mesa no quede inadvertida.

Poco después, Einstein se incorpora y, tras confesar también su mascarada, se sienta y dice, sentencioso: “La más pura comida del verdugo”.

Como sabemos, la frase será premonitoria, pero eso es tema de otra nota. Ahora sólo me interesa el liviano momento del convite, no su carácter ominoso. Así que no perturbemos a Newton cuando le ofrece borgoña al inapetente Möbius y veamos cómo éste no se niega a rendirle honores al caldo que Luis XIV usó para aliviar su gota y que, por cierto, la directora del sanatorio donde los científicos permanecerán como “locos”, descorchará en unos minutos para anunciar su tramposo dominio sobre los avances de la física.

Servidos los tres, comienza Möbius su ingesta, mientras Newton se dispone a atacar el cordon bleu. Lo demás es silencio, como corresponde.
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En algún lugar leí que el autor de Los físicos fue también un afamado gourmet. Eso quizá lo explique todo.

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