miércoles, marzo 25, 2015

La guerra ha terminado

Brueghel, el Viejo. El combate entre el Carnaval y la Cuaresma

El pleito es viejo y también los contendientes, duelistas profesionales que a veces cometen dislates de bisoños. Sus enfrentamientos tienen regla de periodicidad y, como es guerra avisada, en ella sucumben sólo los aturdidos y tontos de capirote. Llevan milenios en la refriega. En ciertas ocasiones, alguno incurre en trampas, pero los árbitros del combate se hacen de la vista gorda y declaran lícitas las picardías o las argucias más habilidosas. Se dice, por ejemplo, que frailes bellacos y avispados urdieron finas tretas para burlar los interdictos. Así, impunes, hicieron pasar por anfibia a la lapa y por peces a las babas, para no hablar de tortugas y chigüires, tan preciados por los frailes encargados de evangelizar en estos pagos.  
 
Hablo, por supuesto, de lo que se barruntan o ya saben: del conocido pugilato entre pitanzas y abstinencias, esa antigua batalla que un famoso poeta, conocido como el Arcipreste de Hita, narró con donaire medieval. El suceso literario aconteció en el Libro del Buen Amor, a partir de una carta fechada en Castro Urdiales, tierra del poeta Lorenzo Oliván, y donde los amigos Joaquín Marta Sosa y Tosca Hernández tienen su morada cuando van a España.

 

En esa remota ocasión los bandos en pugna hicieron gala de sus mejores armas y soldados. Así, huestes de la tierra, por un lado y tropas acuáticas, por el otro, libraron el combate. No voy a recordarles quién era cada uno, pero sí a compartir con ustedes una divertida recreación venezolana de la contienda, debida a la magnífica prosa de Luis Beltrán Guerrero, escritor no muy citado ahora, pero a cuyas páginas podríamos volver de vez en cuando, si queremos interrumpir la erosión de nuestro gusto literario.  
 


Después de dar cuenta del suculento ejército de Don Carnal, el autor de Candideces pasó revista a las milicias de Doña Cuaresma, y lo que resultó de su inspección fue un formidable repaso por la geografía ictiológica de Venezuela. Veamos: 
 
Con la sardina, vinieron de La Guaira: el mero, quien se abalanzó contra su antiguo rival, el carnero; el carite, dispuesto siempre al sacrificio en aras del sancocho o del escabeche; el pargo, amigo del horno y de las salsas; la picúa, y una muchedumbre de chicharros, boquerones o caniguanas. Imponente era el ejército de la Isla de Margarita: bocas coloradas, jureles, rayas, chuchos, lamparosas, atoritos, sapos, robalos, lebranches. Comandaban esa compañía las langostas de Los Roques”.  
 
De Paraguaná llegó el zábalo y de Araya, la lisa. Ambos usaron sus huevas como proyectiles. No faltaron a la cita, según Guerrero, los peces del Orinoco: curbinatas, palometas, morocotos, coporos y zapoaras (yo, de entrometido, hubiera agregado el lau-lau, para completar las fuerzas). Refiere también el poeta larense la vigorosa presencia zuliana: los pámpanos, la curbina y el lenguado con tres de sus nombres: carnada de San Pedro, Sol y Al Revés. Igualmente, del Zulia llegaron a la lid los bocachicos y los armadillos, mientras, venidos de Cumaná, se agolpaban en un destacamento el mero, “que se hacía llamar cuna”, la caballa, los corocoros, los catacos, los atunes, los catalucios o las catalanas, los loros, las pepitonas, los tajalíes y las mojarras, así como las jaibas y “el cofre, que sobresalía en estatura al armadillo, en actitud de espera vengativa, como que quería ser rellenado con carne de Don Carnal”. 
 
Y siguió el elenco, porque de los Andes aparecieron los voladores, los panches y los chupapiedras y, desde luego,  la trucha merideña, “no por inmigrante menos patrióticamente enardecida”. Del llano, el caribe, los pequeños bagres “que se decían bravitos”, boquimíes, pavones, rayados, doncellas, dorados y masas de cachamas del lado occidental, barinesas y portugueseñas”.  
 
Aparte de “las guabinas innumerables de Valencia del Rey”, Luis Beltrán Guerrero, caroreño al fin, incluyó una “plebeya pero valerosa hueste anónima" llegada del Morere. Léase: “Soldados desconocidos”.  
 
La relación concluyó con la retaguardia: “terecayes y galápagos de Apure y del Orinoco; tortugas de la Isla de su nombre, frente a Caicara; morrocoyes de hiel dulce, hiel que es miel, y sirve para su propia salsa”. 
 
Este año, como siempre, se reanudará la guerra, pero todavía tenemos tiempo para regodearnos con lomos de cerdo y sabrosas “asaduras para la chanfaina”. Aprovechemos antes de que se inicien las hostilidades.
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Posdata: la formidable crónica de Luis Beltrán Guerrero (Pelea de Don Carnal con Doña Cuaresma) fue escrita en 1952 y el anterior tributo a sus delicias, hace apenas cuatro años. Como es sabido, ya no es posible celebrar entre nosotros esa vieja agonía. Doña Inflación, por nombrar sólo a una las bestias, se ha tragado a ambos rivales.
 
























 


 


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