Andrea Manga Bell
Seis de la mañana. Joseph Roth está en Berlín y
ha dejado de beber. Dice que la señora Manga B., con razón, quiere más al gato
que a él. Se siente enfermo, pobre y viejo, pero acaba de abrir una carta que
le envió Benno Reifenberg. La carta está fechada el 29 de diciembre de 1932 y
tiene una cita de su amigo el crítico de arte Wilhelm Hausenstein, quien opina
así de “La marcha de Radetzky”:
“El libro es tan hermoso que, como Picard, hay
que llorar al leerlo; tan hermoso que no se me ocurre nada, de los últimos
tiempos, que pueda ponerse a su lado”.
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“Eran de reciente abolengo”. Así lo informa la
frase que da inicio a “La marcha…”, en cuyas páginas soplan las últimas ráfagas
de un antiguo esplendor austro-húngaro, y se cuenta la saga de los Trotta,
desde el día en que el primero, un teniente al servicio del imperio, le salvó
la vida al monarca Francisco José, en Solferino.
Roth sonríe. Confía en que la novela comenzará a
dar sus frutos para la primavera. Pone la carta a un lado y se apresta al
desayuno. Pan, mantequilla, miel y café. La mantequilla está sobre una hoja
verde y el café echa humo. Roth agradece a la señora Andrea Manga Bell, hija de
cubano y de alemana, y siente ahora menos celos por el gato.
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