Esas delicadas y bellas páginas vienen de la nostalgia. Las escribió Francisco Tamayo haciendo crónica de los primeros veinticinco años de su vida y las reunió un día bajo el título de El signo de la piedra (UCO, Barquisimeto, 1968). Vienen de El Tocuyo de comienzos del siglo XX y son memoria cálida del río y la montaña, de los hombres y de las haciendas, del cañamelar y los trapiches. Son un recorrido amable por la vida de un pueblo venezolano que, como muchos otros, medía el tiempo por extensos períodos marcados por hechos imborrables: cuando los chuíos y los chuaos, cuando Montilla, cuando la langosta, cuando el cometa, cuando la gabaldonera, cuando el terremoto. A esas páginas de Tamayo retorno hoy para disfrutar del arte del cronista que sabe tratar con la historia y la microhistoria, sin salirse de su oficio de escritor sabio y elegante. Por cierto, es una lástima que ese libro no cuente todavía con una edición que le haga honor a su grandeza.
Siempre me maravilla en El signo de la piedra la escena proustiana y ceremonial del chocolate. Cuando la leo siento haberla vivido o, por lo menos, habérsela escuchado a mi abuela Ana y experimento entonces eso que algunos llaman memoria transferida. La resonancia de las imágenes que los demás te refieren con vivacidad, puede pasar a ser tuya. Eso me ha ocurrido muchas veces. Por eso creo que no sólo somos nuestra memoria. Somos también la memoria de los otros. He aquí que recuerdo haber visto a esa señora del siglo XIX que en una página de Francisco Tamayo entra a la sala deslumbrándome por su imponencia. Es doña Sacramento, quien vestida de saya y así, realzada en su blancura, se dispone a ser servida por Balbina, su compañera de siempre. Tamayo se detiene en la saya, como debe ser, y nos dice que ese traje de seda negra constaba de dos piezas, falda y saco: “la primera era larga hasta el zapato, con amplios tachones; el corpiño era ajustado al cuerpo, llevaba un vuelo en la cintura, y, arriba, cuello alto y una pieza abrazadora de pesados dibujos de canutillo negro, de vidrio negro, que descansaba delante, sobre los senos. Este era el traje de rigor para el Jueves y Viernes Santo y para los matrimonios rumbosos. En la dote de las novias entraba una carga de baúles y una saya como elementos básicos del ajuar de una señora”.
Nuestra señora de la saya se ha sentado a la mesa cubierta con un blanco mantel de hilo bordado y Balbina le pregunta si quiere tomar ya el chocolate. Ella asiente y enseguida tiene ante sí una copa de coco labrado con pie de plata, llena de la olorosa bebida. Se la han servido cerrera, como a ella le gusta, pero con bizcocho dulce y queso blanco, para equilibrar el sabor. El chocolate sin azúcar humea e inunda con su aroma poderoso todo el recinto. Doña Sacramento cumple con el ritual. Contempla por un instante las alacenas del comedor y fija su mirada en la vajilla con monograma dorado, y en las copas de bacarat. Las oye, como quien oye una fiesta antigua. Sus hijos no han vuelto a acompañarla a la hora del chocolate. Ahora bebe sola su cerrero. Heriberto se casó y ahí quedó su chorote (la vasija del brebaje), “sin uso ni beneficio” y Hercilia dice que esa costumbre pasó de moda. Doña Sacramento, en cambio, es fiel a la liturgia. Al levantarse de la mesa da gracias al señor por sus favores y Balbina le responde: “Bendito y alabado sea el santo nombre de Dios”.
La escena concluye, pero tiene la fuerza de un gesto rotundo y el aplomo de una memoria mítica. Ahí están: su oficio, su lugar, su traje y su alimento.
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