Juan José Saer
La magdalena de Proust y un comienzo de Saer que
hace las delicias de los “saerianos” (y de las “comas”). Lo recitan de memoria:
“Otros,
ellos, antes, podían. Mojaban, despacio, en la cocina, en el atardecer, en invierno, la galletita, sopaban, y subían,
después, la mano, de un solo movimiento, a la boca, mordían y dejaban, durante
un momento, la pasta azucarada sobre la punta de la lengua, para que subiese,
desde ella, de su disolución, como un relente, el recuerdo…”
Estoy en la cocina, mojo en el café con leche un
trozo de bizcochuelo y sube el recuerdo: Pepe Cruz me pregunta si he leído La
mayor. Pepe tiene todos los libros de Saer en la biblioteca del
Colegio.
Mañana pasaré por La mayor. Atardece.
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Como no le gustó para nada la comida brasileña (él se la pierde), decidió ir a comer pasta a un restaurante italiano. Allí lo esperaba una sorpresa: descubrir la presencia de un paisano y amigo que había salido huyendo de Sicilia después de violar la sagrada ley de la “omertá”. ¿Cómo lo descubrió Antonio? La respuesta es sencillamente gastronómica: por el sabor de los deliciosos “spaghetti al nero di seppia” que pidió a la primera consulta de la carta.
Es sabido que la prueba de la magdalena de Proust no requiere verificación. Por eso, cuando Antonio retornó del repentino y fulminante viaje por su memoria, hecho desde su infalible paladar, tomó el celular y llamó al “capo” en Palermo, para decirle, con seguridad incontestable y absoluta, que había encontrado a Marcello, el “traidor” que llevaban 40 años buscando por el mundo. “Ha puesto un restaurante en Río”, añadió, y se fue de vuelta a la mesa para seguir disfrutando del riquísimo plato que sólo su amigo fugitivo sabía preparar con el justo equilibrio de sabores, sin negarle pimienta ni regatearle perejil.
Sin duda, cuatro décadas no son nada para la memoria del gusto, capaz de identificar sazones que delatan autorías.
(Este episodio corresponde a una serie televisiva brasileña llamada Destino: Río de Janeiro).
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