Max Aub en el balneario de Las Arenas, 1935
Después de muchos años de exilio, el diarista se
encuentra en Valencia. Es el 4 septiembre de 1969. “Nada como los caracoles
valencianos”, dice, mientras recuerda platos de su tierra y hace algunas comparaciones
(“¿Qué se sabe en Valencia de los mariscos de Chile o de los bogavantes de
Boston?”). De pronto cae en cuenta de un hecho que, no por elemental (o de Perogrullo),
es menos grandioso. Con cierta vanidad, lo apunta:
…donde el
español se la echa al más pintado es precisamente en los platos de ingredientes
baratos: nada de particular tienen los sabores ibéricos de la perdiz o el
faisán, la tórtola o el salmón, la langosta o la trucha, la liebre o los
espárragos –con todos, respetos para los de Aranjuez- lo importante es saber
freír los huevos y la merluza, adobar las judías y las patatas, dar su punto a
la ensalada y a los garbanzos.
Deja para el final, este diálogo:
-Quedan
los arroces. Pero mejor es comerlos que hablar de ellos.
-Al fin y
al cabo cada pueblo depende de lo que come.
Dos días después estará en la Cañada y allí,
precisamente, comerá paella:
La paella
hecha según los ritos que recomienda ya –o todavía- Martínez Montiño, el
cocinero de Su Majestad, plantando la cuchara de palo para ver si se mantiene
erecta: si el arroz tiene poca o demasiada agua.
Alguien dice que trajo unas plantas de la Pobleta
y el diarista calla. Sólo anotará en su cuaderno estas palabras tan elocuentes
como el silencio:
La
Pobleta. Ya a nadie le dice nada. La Pobleta: el lugar donde estuvo alojado, aquí
cerca, Manuel Azaña. Donde estuvo, algún tiempo, la Presidencia de la
República. Nadie lo sabe. Nadie se acuerda. Ni falta que les hace.
Es el gran Max Aub, en su Diario Español, también
llamado La gallina ciega.
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