Gustavo Doré. Ilustración de Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais
Ante los preparativos de un banquete, a Giovanni
de Médicis, convertido ya en el papa
León X, lo invade el recuerdo de un viejo condiscípulo de la Universidad de
Pisa, que fue su compañero y confidente:
“Competí con él por ser primero en todo, pero no
hubo terreno donde mi amigo no me aventajara, salvo en el purpurado, pues mi
designación como cardenal ocurrió un poco antes. De todos modos, esto fue menos
un triunfo mío que de mi padre Lorenzo, el Magnífico. Mi amigo, muy inteligente
y estudioso, se me adelantó en la obtención del grado académico, cosa que sí
dependía más de nosotros que de nuestros progenitores, y llegó a ser examinador
en mis pruebas finales. A él –como a mí- lo acompañaba una Corte. También en
esto me superaba fácilmente. Poseía una escolta de maestros, asistentes y
palafreneros, cuyo número excedía lo aparentemente necesario para su condición
de príncipe eclesiástico. Esa Corte la tuvo también en Perugia, pero en Pisa su
crecimiento fue ostensible. Habrían sostenido solos la “torre pendente” de la
ciudad, si ésta hubiese decidido precipitarse de una vez. Mi amigo era tan
apuesto y gentilhombre que bien pudo haber sido el modelo para que Baltasar
Castiglione trazara los rasgos de su Cortesano. Por las cartas que yo enviaba a
Florencia, hablando, por ejemplo, de las finas tapicerías que había visto en la
residencia de mi compañero, la imagen de éste comenzó a hacérseles familiar a
Piero, mi hermano, y a Esteban de Castrocaro, nuestro canciller, quien sí notó
algo raro en mi amigo: algunos miembros de su séquito eran siniestros, como
venidos de otro mundo. Por cierto, hablando de cartas, ¡qué bellas eran las que
escribía mi amigo!”.
Pero más que esas imágenes, hay otra que le
interesa ahora al papa Médicis. No le viene por un recuerdo suyo, sino por una
referencia legendaria. Años después, cuando yo no se veían y cada uno había
tomado su rumbo (el amigo fuera de la iglesia y él dentro de ella para siempre),
Giovanni supo de un banquete que en Valencia de Francia le ofrecieron a su
viejo compañero de la Universidad de Pisa. Dicen que su amigo, ya Duque, vio llegar a la mesa “veintiocho capones, veinticuatro
conejos, catorce docenas de perdices blancas y dos de rojas, dieciséis patos,
veintiocho tórtolas, treinta y seis becadas, media docena de lebratos, tordos y
alondras, una docena de pavos reales, diez faisanes, un muslo de ternero y otro
de buey, un quintal y medio de tocino, dieciocho platos de gelatina con lengua
de carnero, otros tantos de pastel de capón, e igual cantidad de pastel de
alondra y de membrillo, tortas y cremas a la inglesa, platos de tortitas, y
luego almendras, naranjas, dulces, uvas, ciruelas, dátiles, granadas y muchos
otros frutos…”
El papa sonríe al imaginar el goce de su amigo
ante la exuberancia y se resigna a la sobriedad del banquete que dará dentro de
pocos días. Sabe que lo de “sobriedad” es sólo un decir comparativo, pues
también él es dado a los yantares epicúreos, como corresponde a su familia,
cuyo nombre es ya obligada referencia en la gastronomía renacentista.
Su amigo murió hará unos siete años. “De haber
permanecido como cardenal, habría llegado a Papa antes que yo”, piensa ahora
León X, al cerrar el recuerdo de su brillante condiscípulo, quien fue Duque de
Valentinois, Duque de Romaña, Señor de
Urbino y “Príncipe” de Maquiavelo. Se llamaba César Borgia.
--
(Fuente de algunos datos: Biografía de César
Borgia, de Clemente Fusero)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario