Ercole de Roberti. Retrato de Giovanni Bentivoglio
Después de Completas y de las salmodias con las
que despide la jornada, el jesuita se va a la cocina. Ese también es su reino.
A pesar de que la Compañía, a diferencia de otras órdenes, no ha hecho aportes
notables a la gastronomía (algún vino, algún plato famoso), no es posible
desconocer la presencia de los ignacianos en los fogones y la mesa. El orden en
la comida, dictado por el santo fundador en sus Ejercicios, marcó la pauta de
la disciplina jesuítica en los yantares. Para ellos, no hay más ayunos que los
voluntarios. Muy puntuales sí, para la ingesta matutina, la media mañana, el
almuerzo, la merienda y la cena. Y si se tratara de un jesuita del Ampurdán,
también para “el ressopó”, de madrugada.
Este sacerdote que acaba de entrar a la cocina
de su convento boloñés, es uno de los muchos jesuitas expulsados de América.
Vino de Chile y rápidamente se aclimató en la “dotta” ciudad de Bologna.
Temprano leyó algo sobre el banquete que los Bentivoglio -menos por simpatía
que por miedo-, hicieron en honor del Duque de Valentinois en noviembre de
1499. Se imaginó algunos platos y hoy quiere intentarlos.
Comenzará con la minestra de leche de almendras
y pulpa molida de pescado, arroz, azúcar y agua de rosas. Seguirá con los
ravioli, rellenos de miga de pan, chorizo, “latti” y tetillas de ternera, pollo
bien molido, queso, canela, piñones, almendras, pasas, confituras y yemas de
huevo con poco caldo. Después se aplicará a la carne, con un “arrosto
annegato”. Para este plato usará ternera y pollo, carnes que hervirá en una
olla con caldo, ajo machacado, romero y canela. Al comenzar la ebullición le
agregará un vaso de vino y dejará que todo siga a fuego lento.
Mientras cocina, con su gorro blanco y su
delantal, el jesuita come un poco de las famosas salchichas de Bologna, ciudad
a la que no sólo llaman “dotta”. También le dicen “grassa”.
Todas las recetas las irá anotando el padre Juan
Ignacio Molina, que así se llama este gourmet canónico, para dejar testimonio
de su pasión y de su gusto por la cocina, especialmente de Bologna.
En el siglo XX lo descubrirá otro jesuita y
paisano suyo: Walter Janisch, de quien he tomado los datos culinarios de esta
breve nota. Lo demás, que me invento, incluye el vino traído desde Modena, del
cual el levita chileno probará una copa, añorando un vino de su tierra: el de
Concepción, hecho para deleitar reyes, no sólo para calmar la sed de algún
jesuita.
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(El libro de Walter Hanisch, S.J. se titula El arte de cocinar de Juan Ignacio
Molina. Me lo regaló hace poco mi amigo Emilio Urbina, inteligente y culto
jesuita seglar)
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