Antonio Arráiz
A ellas dedicó un relato estupendo Antonio Arráiz. En él dio cuenta de la dulcería colonial de Caracas, así como del costoso proceso administrativo de “blanqueo” al que las legendarias mulatas se vieron sometidas por andar de brejeteras. El cuento de Arráiz traza de manera espléndida el drama social de la vergüenza étnica y, de paso, nos regala una suerte de inventario barroco de la afamada repostería caraqueña. Como se sabe, las Bejarano dieron nombre a la célebre torta cuya receta, Casilda y Scannone, entre otros, han contribuido a conservar y difundir. Así, la “torta bejarana” sobrevive feliz a pesar de la erosión. Irina Pedroso, por ejemplo, la ofrece en su gratísimo restaurante del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, que a todos recomiendo. Pero volvamos a la literatura.
Cuenta Arráiz que las Bejarano llegaron a estar de moda. No había convite del mantuanaje o lugar humilde de Caracas donde no se hablara de ellas y donde sus dulces no recibieran calificación elogiosa. Pero no sólo eso. También las Bejarano fueron comidilla en la chismografía de entonces. Y todo porque las hermosas pardas llegaron a tener dinero y pudieron hacer uso del “derecho” otorgado por la real cédula conocida como de “Gracias al Sacar”, una vía expedita de ascenso social que el monarca español Carlos IV había promulgado en 1795 para inmenso disgusto de los blancos criollos, racistas a carta cabal y llorosos por el bien ajeno. Antonio Arráiz lo dice en una frase que se basta a sí misma: “La ascensión de las Bejarano provocó la consternación caraqueña”.
En "No son blancas las Bejarano" (así se llama el relato de Arráiz) podemos leer una rotunda y fulgurante enumeración de la gula dulcera. Después de lamentar la falta de una bien documentada monografía sobre las confituras de nuestros antepasados, el autor ejerce impecable y gozosamente el recurso retórico del catálogo, que en el seminario de “Narrativa venezolana y Gastronomía” de la UNEY se habrá de estudiar muy pronto. No me privo del placer de transcribirlo a continuación y de leerlo en voz alta, como se debe:
“…La harina de trigo, la masa del maíz tierno, la fécula de cereales ricos de opulentos vegetales, convertíanse, con el concurso próvido de la miel, de las especias, de la sartén y del horno, en buñuelos, churros, acemitas, pandehornos, tunjas, panetelas, roscas, tartas, tortas, torradas y torrijas. Los azúcares, las melazas, las almendras, las nueces, los maníes, combinábanse, triturados, machacados, amasados o en picadillos, y se ofrecían al capricho del goloso como turrones, mazapanes, alfeñiques, alfondoques, melcochas, caramelos, como esos cristalizados papeloncitos purga-a-gota donde parece haberse decantado la esencia de una empalagosa melifluidad. Había suspiros y merengues, tenues, como la caricia de una mano amada, y quesadillas, pesadas, como un puñetazo asestado a nuestro vientre pecador.// Había natillas, espumillas, y batidillas, en las que se adivinaba la labor de unos dedos traslúcidos de monja. Había arroz con leche, tan clásico como el Arcipreste de Hita, y el arroz con coco, tan criollo como Santa Rosa de Lima. Había bollos gruesos y sustanciosos; quesillos aristocráticos, perfumados con un elegante hálito frutal; ponqués opíparos, compendios, ellos solos, de un banquete; temblorosas, tímidas gelatinas; valientes, heroicas mazamorras; melindres diminutos; enormes majaretes; bizcochuelos ahogados en coñac o moscatel; pasteles de hojaldre de telillas, tan frágiles y tan adorables como un doncellez. Había cremas nupciales y jubilosas, y delicadas, pálidas y enfermizas; polvorosas, almidoncitos que congestionan la boca por su amenazadora atomicidad; huecas que se diluyen, se anonadan, se desvanecen. ( …). Algunos conservaban su viejo mote castizo de allende el océano de cuando vinieron con la adarga y el arcabuz del conquistador; y se llamaban alfajor, alcorza, alajú. Otros adquirían carta de indígena nacionalidad, como el tequiche, el gofio y la naiboa. Unos tenían nombres floridos, historiables, nombres empapados en el mosto de la leyenda y de la tradición: tales el pío-quinto, el juan-sabroso, la maría-luisa. Otros, apelativos gráficos de descriptiva sugestión: bienmesabe, ahogagato, relleno, guargüero, padre-de-familia. Otros, en fin, remoquetes socarrones, bautismos tabernarios, términos de embarazosa mención: golfeados, pavos, pelotas, yemitas…”
He ahí un ejemplo de dos vicios insobornables: el de la palabra y el de los dulces. Confieso que me falta tiempo (y talento) para ejercerlos más y mejor como quisiera.
Cuenta Arráiz que las Bejarano llegaron a estar de moda. No había convite del mantuanaje o lugar humilde de Caracas donde no se hablara de ellas y donde sus dulces no recibieran calificación elogiosa. Pero no sólo eso. También las Bejarano fueron comidilla en la chismografía de entonces. Y todo porque las hermosas pardas llegaron a tener dinero y pudieron hacer uso del “derecho” otorgado por la real cédula conocida como de “Gracias al Sacar”, una vía expedita de ascenso social que el monarca español Carlos IV había promulgado en 1795 para inmenso disgusto de los blancos criollos, racistas a carta cabal y llorosos por el bien ajeno. Antonio Arráiz lo dice en una frase que se basta a sí misma: “La ascensión de las Bejarano provocó la consternación caraqueña”.
En "No son blancas las Bejarano" (así se llama el relato de Arráiz) podemos leer una rotunda y fulgurante enumeración de la gula dulcera. Después de lamentar la falta de una bien documentada monografía sobre las confituras de nuestros antepasados, el autor ejerce impecable y gozosamente el recurso retórico del catálogo, que en el seminario de “Narrativa venezolana y Gastronomía” de la UNEY se habrá de estudiar muy pronto. No me privo del placer de transcribirlo a continuación y de leerlo en voz alta, como se debe:
“…La harina de trigo, la masa del maíz tierno, la fécula de cereales ricos de opulentos vegetales, convertíanse, con el concurso próvido de la miel, de las especias, de la sartén y del horno, en buñuelos, churros, acemitas, pandehornos, tunjas, panetelas, roscas, tartas, tortas, torradas y torrijas. Los azúcares, las melazas, las almendras, las nueces, los maníes, combinábanse, triturados, machacados, amasados o en picadillos, y se ofrecían al capricho del goloso como turrones, mazapanes, alfeñiques, alfondoques, melcochas, caramelos, como esos cristalizados papeloncitos purga-a-gota donde parece haberse decantado la esencia de una empalagosa melifluidad. Había suspiros y merengues, tenues, como la caricia de una mano amada, y quesadillas, pesadas, como un puñetazo asestado a nuestro vientre pecador.// Había natillas, espumillas, y batidillas, en las que se adivinaba la labor de unos dedos traslúcidos de monja. Había arroz con leche, tan clásico como el Arcipreste de Hita, y el arroz con coco, tan criollo como Santa Rosa de Lima. Había bollos gruesos y sustanciosos; quesillos aristocráticos, perfumados con un elegante hálito frutal; ponqués opíparos, compendios, ellos solos, de un banquete; temblorosas, tímidas gelatinas; valientes, heroicas mazamorras; melindres diminutos; enormes majaretes; bizcochuelos ahogados en coñac o moscatel; pasteles de hojaldre de telillas, tan frágiles y tan adorables como un doncellez. Había cremas nupciales y jubilosas, y delicadas, pálidas y enfermizas; polvorosas, almidoncitos que congestionan la boca por su amenazadora atomicidad; huecas que se diluyen, se anonadan, se desvanecen. ( …). Algunos conservaban su viejo mote castizo de allende el océano de cuando vinieron con la adarga y el arcabuz del conquistador; y se llamaban alfajor, alcorza, alajú. Otros adquirían carta de indígena nacionalidad, como el tequiche, el gofio y la naiboa. Unos tenían nombres floridos, historiables, nombres empapados en el mosto de la leyenda y de la tradición: tales el pío-quinto, el juan-sabroso, la maría-luisa. Otros, apelativos gráficos de descriptiva sugestión: bienmesabe, ahogagato, relleno, guargüero, padre-de-familia. Otros, en fin, remoquetes socarrones, bautismos tabernarios, términos de embarazosa mención: golfeados, pavos, pelotas, yemitas…”
He ahí un ejemplo de dos vicios insobornables: el de la palabra y el de los dulces. Confieso que me falta tiempo (y talento) para ejercerlos más y mejor como quisiera.
(Dedico a José Rafael Lovera, quien me recordó hace poco este relato de Arráiz)
3 comentarios:
Conocía la historia de las Bejarano por medio de Francisco Herrera Luque, pero no se enfocó en los sabrosos productos salidos de las manos de las Bejarano, en vez de ello trató con más interés el proceso del blanqueamiento, describiendo el tiempo y los intentos, el dinero enviado a la empobrecida corona y el desprecio de una clase que no las quería ver igualadas a ellos, en contra del apoyo de los pobres, que se alegraban de que alguien como ellos pudiera meterle las cabras en el corral al mantuanaje.
Recuerdo la sentencia del rey: "Que se tenga a las Bejarano como blancas aunque sean negras".
Por otro lado, ¡cómo abre el apetito la descripción de Arráiz!
Salud
Fantástico, fantástico post. Aunque sea negro.
Abrazos.
¡Qué bueno tu comentario, Oswaldo! Nos recuerda la primera sentencia del rey. La segunda, con motivo de la solicitud del tratamiento de "doñas", es la que incluye la frase que da título al cuento de Antonio Arráiz: "...a pesar de ser blancas por ser tenidas por blancas por mandato de Su Majestad, no son blancas las Bejarano".
Un saludo también para ti, Manuel, que sabes decirlo todo en pocas palabras.
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