Rómulo Gallegos
No hay manera de eludir su ominosa presencia. Los lectores sabemos que está ahí, aunque los otros personajes no lo estén viendo. Se esconde o se hace el dormido, pero está. Acecha siempre. Infunde terrores antiguos y emociones funestas. Intruso, viaja en el bongo para mostrar de modo oblicuo sus peligrosas credenciales. En muy pocas líneas sabremos todo sobre él. Más que torva, su imagen es indeleble. No podemos borrarla. Gravita en nosotros cuando estamos íngrimos y nos acompaña llano adentro, Cunaviche adentro, Gallegos adentro, Doña Bárbara adentro. Es uno de los grandes malos de la literatura venezolana de todos los tiempos. El autor no tuvo desperdicio alguno cuando trazó su silueta, le puso nombre y presentó su carácter. Lo llamó Melquíades Gamarra y lo introdujo en aquel legendario bongo que remontó el Arauca bordeando las barrancas de la margen derecha. Lo mentaban “El Brujeador”. No sólo asesinaba por el sueldo y otros beneficios. Lo hacía con un gusto insobornable. Con ese mismo gusto debió comer sus raciones de viajero. Por eso viene hoy a este espacio.
Melquíades Gamarra, el tenebroso, fue el primer personaje que almorzó en Doña Bárbara. Sacó el alimento de su “porsiacaso” y nos dejó un enigma más de su figura. ¿Qué comió esa tarde el demonio en persona? Gallegos no lo dice, aunque en una versión original haya suministrado algún dato que ahora no nos sirve de mucho. Lo bueno de esa ausencia de información es que podemos especular e inventarnos un menú de la malicia. Así, podríamos hablar de alguna pócima preparada por la Doña para mantenerlo alerta y hacerlo más impío. También podríamos buscar en alguno de sus ancestros lejanos una costumbre amazónica e imaginarlo ingiriendo mañoco y yucuta, pero eso sería fabular en exceso. Limitémonos a las señas del tiempo y el espacio y a la frugalidad propia de los protervos. Recordemos que no suelen ser gordos ni glotones los taimados. No olvidemos tampoco que estaba en el llano y que ya el régimen alimentario de la zona tenía unos componentes conocidos. Volvamos a la realidad y propongamos una ingesta verosímil: también “El Brujeador” era mortal y en su “porsiacaso” llevaba casabe y queso, como todo el mundo. Puesto a considerarlo mejor pagado por su jefa, de quien era un obsecuente estimadísimo, agrego que su bastimento incluía algo más: aparte de casabe y queso, contenía carne seca y papelón. Seguro que llevaba papelón. Acompañante y postre a la vez, esa delicia no podía faltar en un profesional de la llanura, aunque éste, como era el caso, tuviese sólo aviesas intenciones.
Dejemos a Melquíades Gamarra en su almuerzo de viajero fluvial y sigamos leyendo la novela. Ya tendremos ocasión de toparnos con él en otras páginas (aunque en todas parece que pudiera salirnos ese infame). Encontraremos olores y sabores del llano y más miedos, pero también alegrías. Volvamos, pues, a Doña Bárbara y a todo Rómulo Gallegos, con la mirada que tenemos hoy, sin pensar tanto en códigos literarios o en ideologías y, sobre todo, sin los prejuicios de quienes, por adeco, lo creyeron superado o anacrónico. Siento que sus libros pueden ayudarnos a comprender la patria y a dejarnos tentar por sus paisajes prodigiosos. ¿No es eso suficiente?
Melquíades Gamarra, el tenebroso, fue el primer personaje que almorzó en Doña Bárbara. Sacó el alimento de su “porsiacaso” y nos dejó un enigma más de su figura. ¿Qué comió esa tarde el demonio en persona? Gallegos no lo dice, aunque en una versión original haya suministrado algún dato que ahora no nos sirve de mucho. Lo bueno de esa ausencia de información es que podemos especular e inventarnos un menú de la malicia. Así, podríamos hablar de alguna pócima preparada por la Doña para mantenerlo alerta y hacerlo más impío. También podríamos buscar en alguno de sus ancestros lejanos una costumbre amazónica e imaginarlo ingiriendo mañoco y yucuta, pero eso sería fabular en exceso. Limitémonos a las señas del tiempo y el espacio y a la frugalidad propia de los protervos. Recordemos que no suelen ser gordos ni glotones los taimados. No olvidemos tampoco que estaba en el llano y que ya el régimen alimentario de la zona tenía unos componentes conocidos. Volvamos a la realidad y propongamos una ingesta verosímil: también “El Brujeador” era mortal y en su “porsiacaso” llevaba casabe y queso, como todo el mundo. Puesto a considerarlo mejor pagado por su jefa, de quien era un obsecuente estimadísimo, agrego que su bastimento incluía algo más: aparte de casabe y queso, contenía carne seca y papelón. Seguro que llevaba papelón. Acompañante y postre a la vez, esa delicia no podía faltar en un profesional de la llanura, aunque éste, como era el caso, tuviese sólo aviesas intenciones.
Dejemos a Melquíades Gamarra en su almuerzo de viajero fluvial y sigamos leyendo la novela. Ya tendremos ocasión de toparnos con él en otras páginas (aunque en todas parece que pudiera salirnos ese infame). Encontraremos olores y sabores del llano y más miedos, pero también alegrías. Volvamos, pues, a Doña Bárbara y a todo Rómulo Gallegos, con la mirada que tenemos hoy, sin pensar tanto en códigos literarios o en ideologías y, sobre todo, sin los prejuicios de quienes, por adeco, lo creyeron superado o anacrónico. Siento que sus libros pueden ayudarnos a comprender la patria y a dejarnos tentar por sus paisajes prodigiosos. ¿No es eso suficiente?
2 comentarios:
!!!!!!Bieeeen, bravooooooo, a leer a Gallegos todo y todos !!!!!!
Leer a Gallegos es regodearse en el paisaje venezolano, es adentrarse en las selvas y su misterio a través de las páginas de Canaima o recorrer el llano infinito,en Cantaclaro disfrutando de su magia, de sus mitos, de esa maravillosa impronta que marcan sus novelas. Gallegos fue en hombre interesante, que quiso a su país y supo retratarlo de manera extraordinaria en los personajes de Doña Bárbara. Es un placer volver a sus libros y reencontrarse con una Venezuela que en muchas cosas ha sido superada pero que en otras sigue allí, gravitando sobre todos y confrontándonos con su historia reciente. Saludos.
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