Arturo Michelena. Miranda en la Carraca
La primera república fue, sin duda alguna, un soberano desastre y una fatalidad engendrada por las contradicciones. No podía ser de otra manera. Los mantuanos que protagonizaron el 19 de abril de 1810 mal podían contribuir a la consolidación de la independencia que se declararía el 5 de julio del año siguiente. Así, desde el primer momento, los falsos patriotas adversaron con odio visceral a Francisco de Miranda, a quien tenían, con razón, como un peligroso enemigo de sus privilegios coloniales. Activaron en su contra la máquina infernal de producir dicterios, infamias y calumnias. No le dieron paz ni cuartel y quisieron comérselo vivo, con la saña de la que sólo es capaz una jauría sedienta. Por cierto, ninguna de las “repúblicas” venezolanas posteriores (ni la “quinta”, que ya es decir) le ha pedido disculpas verdaderas al Precursor, por el maltrato y por la criminal incomprensión que entonces (y todavía) le han dispensado todos, incluidos los insurrectos de la esquina de Sociedad, quienes poco después serían llamados -algunos con justicia- Libertadores de esta Patria. Hecha la imponente salvedad de Arturo Michelena, nadie ha podido hasta hoy mirar de frente a Miranda en La Carraca.
El devastador terremoto de 1812 y la sanguinaria invasión española comandada por Monteverde (un ser tan mediocre como mostrenco e iletrado), representaron para el cerril pragmatismo de los traidores el sello triunfal y supersticioso de una alianza chapucera. Ella daría al traste con nuestro primer intento civilizado -y mirandino- de independencia. Los “nobles” del Toro y Casa León hicieron de las suyas, para honra y gloria de las dobleces. El primero tendría más tarde la avilantez de reclamar honores de Panteón Nacional (y nosotros, el inconfesable desvarío de otorgárselos), a sabiendas de su inocultable monarquismo. Al segundo, con todas sus miserias, lo retrataría goyescamente don Mario Briceño Iragorry. Ambos quedaron como expresión indeleble de un pequeño sector que pretendió usufructuar para sí la independencia. Lastimosamente, no creo que a la larga fracasaran en ese empeño. Pero hoy no será el día en que ese duelo histórico nos ocupe. Vayamos cabizbajos a la mesa.
Rosete era un monstruo, pero no un mentecato. Quiso acabar con las haciendas. Su estrategia bélica era elemental: había que atacar con denuedo todas las fuentes alimentarias. Rosete sabía que en una guerra el hambre es el más cruel de los enemigos y que a los adversarios criollos no había que cederles ni el sabroso dulce llamado papelón. Pero algo más (o algo menos) sabía ese realista desalmado. Por alguna causa asolaba los grandes fundos y no los conucos. Quemaba y destrozaba los sembradíos de los amos, mientras los esclavos en sus chozas observaban atónitos e inmunes. Lo que no se podían llevar los soldados de Rosete, lo arrojaban, impávidos, al río. Nada se salvaba, excepción hecha del huerto minúsculo y casero. Tal vez por eso, en plena hostilidad, un testimonio que leo ahora gracias a Pedro Cunill Grau en su Geografía del Poblamiento Venezolano en el Siglo XIX, pudo transmitirnos esta maravillosa evidencia: “Yo no sé de dónde sale tanto maíz, arroz, frijoles, puercos y gallinas. Yo creía esto absolutamente desolado, y sin recurso alguno, después de las dos irrupciones del perverso Rosete”.
Más de cien años después el gran historiador Laureano Vallenilla Lanz hablaría, sin rubor alguno, de guerra civil, para referirse a las “patrióticas” acciones de nuestra ya bicentenaria Independencia. Comparto su opinión. Que Dios nos perdone.
El devastador terremoto de 1812 y la sanguinaria invasión española comandada por Monteverde (un ser tan mediocre como mostrenco e iletrado), representaron para el cerril pragmatismo de los traidores el sello triunfal y supersticioso de una alianza chapucera. Ella daría al traste con nuestro primer intento civilizado -y mirandino- de independencia. Los “nobles” del Toro y Casa León hicieron de las suyas, para honra y gloria de las dobleces. El primero tendría más tarde la avilantez de reclamar honores de Panteón Nacional (y nosotros, el inconfesable desvarío de otorgárselos), a sabiendas de su inocultable monarquismo. Al segundo, con todas sus miserias, lo retrataría goyescamente don Mario Briceño Iragorry. Ambos quedaron como expresión indeleble de un pequeño sector que pretendió usufructuar para sí la independencia. Lastimosamente, no creo que a la larga fracasaran en ese empeño. Pero hoy no será el día en que ese duelo histórico nos ocupe. Vayamos cabizbajos a la mesa.
Rosete era un monstruo, pero no un mentecato. Quiso acabar con las haciendas. Su estrategia bélica era elemental: había que atacar con denuedo todas las fuentes alimentarias. Rosete sabía que en una guerra el hambre es el más cruel de los enemigos y que a los adversarios criollos no había que cederles ni el sabroso dulce llamado papelón. Pero algo más (o algo menos) sabía ese realista desalmado. Por alguna causa asolaba los grandes fundos y no los conucos. Quemaba y destrozaba los sembradíos de los amos, mientras los esclavos en sus chozas observaban atónitos e inmunes. Lo que no se podían llevar los soldados de Rosete, lo arrojaban, impávidos, al río. Nada se salvaba, excepción hecha del huerto minúsculo y casero. Tal vez por eso, en plena hostilidad, un testimonio que leo ahora gracias a Pedro Cunill Grau en su Geografía del Poblamiento Venezolano en el Siglo XIX, pudo transmitirnos esta maravillosa evidencia: “Yo no sé de dónde sale tanto maíz, arroz, frijoles, puercos y gallinas. Yo creía esto absolutamente desolado, y sin recurso alguno, después de las dos irrupciones del perverso Rosete”.
Más de cien años después el gran historiador Laureano Vallenilla Lanz hablaría, sin rubor alguno, de guerra civil, para referirse a las “patrióticas” acciones de nuestra ya bicentenaria Independencia. Comparto su opinión. Que Dios nos perdone.
3 comentarios:
Biscuter,
Excelente Post sobre Miranda, duro y verdadero... Un gran abrazo de quien comparte la vergüenza del maltrato al Precursor.
Un abrazo, Antonio. Gracias por tu comentario.
Un abrazo, Antonio. Gracias por tu comentario.
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